COLUMNISTAS
A ver cuando se repite

Llegaron cada uno por su lado pero al mismo tiempo. Se miraron y se sonrieron el uno al otro aunque con un dejo de tristeza. Él apartó una silla y ella se sentó, luego él giró en torno de la mesa e hizo lo propio. Se volvieron a mirar y volvieron a sonreir.
—¿Qué tomás? –preguntó él sin dejar de mirarla a los ojos.
—No sé… –dudó ella- hace calor… ¿qué tal una cerveza?
—Perfecto –respondió él al tiempo que llegaba el mozo– Buenas tardes, una cerveza grande –le dijo.
—Como no, enseguida— respondió el mozo y giró sobre los talones.
Él la volvió a mirar mientras ella revolvía la cartera buscando la caja de los cigarrillos. Cuando los encontró y se puso uno en la boca, él ya extendía la mano con el encendedor prendido.
—Gracias –dijo quedamente ella.
—De nada –contestó él, y a continuación encendió un cigarrillo de los suyos y lanzó el humo hacia adelante. Los dos humos se mezclaron pero tenían distinto color, el del cigarrillo de ella era blancuzco, el del suyo era azulado. Distintas mezcla de tabacos, claro.
—¡Qué calor! ¿Eh? Está realmente insoportable –dijo él.
—Si, terrible –contestó ella– además hay mucha humedad…
—Bueno, está anunciado tormenta –recordó él en el momento en que el mozo llegaba con la cerveza y dos vasos.
Se quedaron callados mientras el mozo destapaba la cerveza y servía un poco en cada uno de los vasos.
—Gracias –le dijo él.
—Para servirlo –contestó el mozo.
—Sí –dijo ella continuando la conversación– siempre anuncian tormenta y al final no llueve nada.
—Es verdad –dijo él mientras terminaba de llenar los vasos– no dan pie con bola.
—Es que el tiempo está loco –dijo ella.
—El cambio climático… –sugirió él mientras levantaba el vaso- Salud –conminó enérgico.
—Salud… –respondió ella desganada, y comenzó a beber la cerveza.
—Ahhhh –dijo él, satisfecho– no hay nada como una cervecita bien fría un día de calor. ¿No?
Ella giró la cabeza y miró cómo una moto se escurría a toda velocidad entre dos ómnibus con el escape abierto.
—¡Qué locura! –dijo mientras movía la cabeza como negando– ¿Así cómo no querés que se maten?
—Si, son unos kamikazes –dijo él estirando la cabeza para poder seguir viendo la moto zigzageando entre los vehículos.
Terminaron los cigarrillos y encendieron otros. Ésta vez ella se le adelantó y lo prendió con su encendedor sin darle tiempo a nada.
—Si no hubiera tanta humedad, el calor no embromaría tanto –dijo él.
—Si, la humedad es lo que tiene –respondió ella mientras terminaba la cerveza.
—Yo no sé por qué no hacen algo –se preguntó él.
—¿Con la humedad?
—No, con las motos, todos los días se matan dos o tres, es una locura
—¿Y qué querés que hagan? ¿Que prohiban las motos? Dejálos que se maten nomás, si son estúpidos…
—Si, pero si vos los atropellás, después el mal rato lo pasás vos –reflexionó él– y no hay derecho, si quieren matarse, que se maten solos pero que no te embromen a vos. ¿No?
—Eh buah –contestó molesta ella– vos siempre queriendo arreglar el mundo…
—Y con el ruido que hacen esos escapes…
—Si, es insoportable, con eso sí que tendrían que hacer algo
—Y no llueve… –reflexionó él.
—Ya va a llover y después se van a quejar porque hay inundaciones
—Si, el tiempo está loco
—Siempre pasa lo mismo –acotó ella.
—Cuando yo era chico no pasaban estas cosas, cuando era verano era verano y cuando era invierno era invierno, ahora, en cambio, está todo mezclado, ya no sabés como vas a salir, ya no sabés –remarcó él.
—Decímelo a mí, que salgo de casa de mañana temprano y tengo que traerme todo un equipaje por las dudas de si llueve o si refresca, que sino después te agarrás una gripe y terminás no pudiendo ir a trabajar –se quejó ella.
Él terminó de vaciar la botella de cerveza en el vaso de ella y le preguntó:
—¿Tomamos otra? Está tan rica…
—No, dejá, tengo que volver a trabajar –contestó ella y vació su vaso.
—Tenés razón –reconoció él– además la cerveza tiene muchas calorías y al final te da más calor.
—Si, eso también, vamos. –dijo ella al tiempo que comenzaba a pararse.
Él dejó un billete de cien pesos sobre la mesa antes de pararse y buscar al mozo con la mirada. Cuando lo encontró, le hizo un gesto para indicarle que allí quedaba el dinero. El mozo asintió con la cabeza y sonrió.
De pie los dos junto al semáforo, él le dijo:
—Bueno, un gusto charlar contigo, a ver cuando se repite.
—Lo mismo –dijo ella– chau, hasta otro día. –y cruzó la calle rauda aprovechando la luz verde.
—Chau –dijo él. Pero ella ya se había ido.
Andrés Capelán, escritor. 7 de enero 1954-24 de junio de 2019. Inolvidable columnista de EL ECO

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