COLUMNISTAS
Bárbaros

Por Gabriel Gabbiani. Edil Departamental – Partido Colorado. Con el término de “bárbaros” los antiguos griegos designaban a los pueblos extranjeros cuya lengua extraña no pasaba para ellos de ser un balbuceo incomprensible, y a quienes, por tal motivo, calificaban como seres de menor cultura.
Se trataba de individuos nómadas, con una tendencia a la migración dinámica, que carecían de ciudades propias y que no sabían leer ni escribir.
Tiempo después, los romanos hicieron suya la expresión y de tal guisa se refirieron a los pueblos extranjeros que, aprovechando las disidencias internas, se instalaron en las comarcas fronterizas con el Imperio, presionando entre los siglos I y IV d.C. para ingresar a su territorio.
Durante años las legiones frenaron los intentos de penetración de los bárbaros, pero poco a poco éstos fueron invadiendo grandes extensiones imperiales ocupándolas violentamente y apoderándose de la parte occidental, siendo la causa directa de su caída en 476 d.C.
En términos generales, los pueblos bárbaros se nucleaban en tres grupos: el de raza blanca eslava (vénetos, sármatas, servios, croatas, polacos, alanos y otros), el de raza blanca no eslava (galos, germanos, íberos y otros) y el de raza amarilla (hunos, tártaros, avaros, lapones, fineses y otros).
Uno de los mencionados pueblos germanos fue el de los vándalos. Uno de sus reyes, Gunderico -quien reinó entre 407 y 428 d.c.- asociado con los suevos derrotó a una fuerza de 3.000 francos, que en calidad de aliados de los romanos defendía la frontera del río Rin, entre Germania y Galia. Vencida la resistencia ingresó a Galia, pero las tropas imperiales y sus aliados lo empujaron hacia la península ibérica.
Cruzada la cordillera de los Pirineos, en el año 409, los vándalos se aplicaron a saquear las aldeas y ciudades, raptando, violando y asesinando a mujeres y niños, cuyos cadáveres insepultos fueron causa de un sinnúmero de enfermedades infectocontagiosas y de la aparición de la temible peste.
La traza de ferocidad, violencia, destrucción y salvajismo fue tal, que el nombre de vándalos se aplica hoy a aquellas personas que actúan “con brutalidad, violencia y espíritu destructor”.
De tal suerte, aquellos bárbaros de la historia greco-romana parecen haber renacido en pleno siglo XXI por estas latitudes, donde con especial virulencia se encargan de arrasar cuanto encuentran a su paso.
Trátese de lo que se trate.
De igual forma los vándalos pueden ser el origen de una batahola demencial en una cancha de fútbol, en un centro de estudios o en pleno desfile del Carnaval -donde en lo que menos se piensa es en respetar a niños, mujeres y ancianos- como los autores de una destrucción masiva de la propiedad pública o privada, o los ejecutores de un crimen.
Da igual. La iniquidad se desplaza a cubierto de estos bárbaros.
Desconocer el derecho a la tranquilidad y a la seguridad en la calle destrozando con los escapes libres de sus motos, sus radios a todo volumen o jugando carreras -lo que la Intendencia y la Policía deberían controlar- los oídos de los sufridos transeúntes o de los desesperados vecinos cuyo mayor anhelo es tan sólo un poco de paz y sosiego que les permita siquiera intentar dormir a la madrugada, romper un vidrio para robar una bicicleta o forzar la puerta de un automóvil para sustraer un bolso con pañales y la mamadera de un bebé; atentar contra el pudor descendiendo desnudo de un vehículo en plena vía pública, tocando a una niña en sus genitales o gritando obscenidades a las mujeres -todos casos reales acaecidos más acá o más allá en el tiempo- o, aún más grave, segar una vida sin más trámite, todo parece permitido, a pesar de lo avieso de sus consecuencias.
El origen de esta predisposición a cometer estas barbaridades, ciertamente, es disímil: la carga genética, el mal trato familiar o abuso durante la infancia, carencias afectivas, privación de recursos esenciales, la falta de un padre, madre o referente familiar a la hora de poner límites, la ingesta descontrolada de alcohol, el consumo de estupefacientes, la actitud despótica de un jefe arbitrario, la envidia que genera el ascenso otorgado al compañero de trabajo, un nuevo aumento de impuestos decretado por el gobierno de turno, la pelea con la esposa acaecida un par de horas antes o el gol marrado en la hora que garantizaba la obtención del título.
Todo predispone al despotismo y la violencia, y todo sirve de excusa.
Pero, si bien el origen es diverso, el resultado y las consecuencias de aquellas irresponsabilidades siempre son los mismos: un derecho lesionado, una persona accidentada, un niño abusado o una persona acosada, golpeada o asesinada.
Barbaridades, todas ellas, que parecerían propias de otras épocas, pero que, sin embargo, conviven con nosotros en nuestro tiempo y que transitamos a diario.
Como para pensar dos veces a quien le cabe más acertadamente el calificativo de “bárbaros”. Y que Gunderico y Atila nos perdonen.

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