COLUMNISTAS
El tiempo del afecto

Por la Psicóloga: Belén Espíndola
En tiempos acelerados, donde cuesta encontrar espacios para el descanso, el diálogo o incluso el disfrute, los adultos estamos inmersos en una vorágine de largas jornadas de trabajo, estudio y otras actividades, exigiéndonos rendir al máximo.
Esta autoexigencia repercute en el espacio-tiempo que se le otorga a los vínculos. Vivimos en sociedades hipermodernas, como ya lo vienen adelantando desde hace algunas décadas pensadores como Zygmunt Bauman, donde prima el consumismo voraz y el individualismo, por otro lado, los espacios de encuentro se desdibujan y los afectos van perdiendo terreno, éstas son algunas particularidades de la época.
En este contexto, no involucrarse en los problemas de los demás es una máxima, las formas de vivir se convierten cada vez más individualistas, a pesar de que somos en esencia seres sociales y necesitamos del otro para poder vivir. Mostrar afecto está asociado a la idea de debilidad, aun cuando éste es imprescindible para el ser vivo, siendo imposible sustituirlo con otro recurso. Los niños no quedan exento de esto, de hecho, es desde pequeños que se les enseñar a vivir de esta forma, un ejemplo de ello es que los menores del siglo XXI pasan largas horas frente a dispositivos electrónicos, quedando disminuida la oportunidad de interactuar con otros, allí, donde también se juegan las muestras de afecto y cariño.
Además de la gran utilización de la tecnología, se procura que los niños vayan a diversas actividades, se les enseña a cumplir horarios, a que desde pequeños comiencen a construir su futuro, quedando en ocasiones, reducida la posibilidad de crear espacios de encuentros entre padres e hijos. Es decir, en un mundo donde la tecnología está avanzando y casi todo está tecnologizado, no está mal que hagan uso de ella, el problema está cuando se utiliza de forma indiscriminada, en cualquier horario y anteponiendo los dispositivos a la posibilidad de interactuar con otros. En ésta misma línea, las actividades por fuera de la escuela o de la casa pueden ser muy productivas, siempre y cuando dejen tiempo para que los niños puedan ver a sus padres o adultos a cargo, abriendo espacio para el juego y el aprendizaje.
En este contexto, los regalos materiales entran a compensar lo que no se brinda en muestras de afecto, se transmite la falsa idea de que el amor se mide en términos materiales, pero como ya se anunció anteriormente, el afecto no tiene otro recurso alternativo que lo supla. En cambio, la función de contener a un hijo cuando se siente frustrado o enojado, abre la posibilidad de acompañar diferentes procesos, de enseñarles a atravesar cambios, creando un espacio seguro y de contención, esto otorga la posibilidad de adquirir habilidades para que en la adultez encuentre las herramientas en él mismo y pueda anteponerse a situaciones que tengan un grado alto de complejidad. Los niños necesitan recibir afecto así como también tienen otras necesidades primarias para vivir, como lo son comer o dormir, la diferencia con el primero es que los efectos, al desarrollarse en un plano que no es tangible, se hace más difícil poder visibilizar, sobre todo a corto plazo. Estas carencias afectivas se pueden observar posteriormente en adultos que no recibieron en su infancia muestras de amor, quienes experimentan sensación de vacío y soledad, amar o ser amado no le es natural ya que en los vínculos primarios no se dio.
Como adultos tenemos la responsabilidad de enseñar a los niños a que se vinculen desde un lugar sano, mostrando afecto, interés, posibilitando el tiempo para el encuentro. Todo esto, va a servirle de ejemplo para toda la vida, puede condicionar positivamente un mundo psíquico para el niño que deviene adulto. Por tanto, que reciban afecto no es un lujo, sino una necesidad fundamental. Para ello, es necesario que como sociedad “se detenga el tiempo” para poder pensar sobre estos temas que tienen que ver más con lo afectivo.
Para finalizar, expongo un fragmento de la canción “no llora” de la banda “El cuarteto de nos”, donde se plasma, en este caso, como un padre le canta a su hija de pequeña el “no llora”, con la convicción de que esta muestra de afecto le servirá en situaciones que se le puede presentar de grande, siendo una herramienta para sobrellevar las dificultades. “(…) Cuando sienta que no tiene fuerza, que se muere, Que nada tiene sentido, y que nadie la quiere, La nena piensa en papá cantándole el no llora, La nena no se rinde, ni la nena llora (…)”

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