COLUMNISTAS
Mi excursión a San Cono
Por el escritor Marciano Durán
Hoy 3 de junio se celebra el Día de San Cono
—Viejo, ¿te acordás de qué día es mañana, no?— preguntó mi mujer apenas entré al baño.
—¿Lunes? —contesté tratando de evacuar (entre otras cosas) sus dudas.
—Sí, lunes, sí. Pero ¿lunes qué? —insistió en el momento menos oportuno.
—Eeeeh… ¿Lunes Santo?
—¡Lunes, 3 de junio! —me gritó agachada por abajo de la puerta.
—¡Bueno, viejaaaa! ¿No podremos dejar esta conversación para dentro de unos minutos? Justo en este momento estoy en plena…
—Como quieras. Solo quería recordarte la promesa que hicimos.
—¡¡¡La… la… la-la promesa que hicimoooooos??? —pregunté saliendo, cortando definitivamente lo que intentaba hacer y continuando la conversación agachado.
—Te dije que si mamá salía bien de la operación íbamos a la procesión de San Cono vestidos como el santo —dijo la bruja parándose.
—¡Pero vos estás mal de la cabeza! Yo de San Cono no me disfrazo ni aunque me lo pida el Papa Francisco.
—Vestirse, viejo. Vestirse, no disfrazarse. Es simplemente una túnica blanca con un manto negro encima. Dale, viejo, daale… Es un ratito… solo en la procesión.
—¡Nooo! Vamos a salir en todos los canales. Blanca Rodríguez va a empezar el informativo con mi cara. ¡En la sede los muchachos se van a querer morir! ¡Empezás así y terminás como el colorado de Omar Gutiérrez! ¡No! ¡Y no se habla más!
—Pero, viejo, si no cumplimos con la promesa… se va a morir mi mamá.
—Dos pájaros de un tiro, digo… eeeh… dos pájaros de un nido. Eso seremos… dos pájaros de un nido. Iremos, pero no me vestiré de Cono. A lo sumo me pongo la camiseta de Danubio que es bastante parecida al traje de San Cono.
—¡Gracias, viejo! —dijo mi mujer abrazándome y besándome la frente—. ¡Yo sabía que me ibas a decir que sí!
Y otra vez me di cuenta de que me envolvió como libro para regalo. ¡Siempre hace lo mismo y yo entro como un caballo! Me dijo lo del traje para conseguir que fuera. ¡Cada vez que quiere cinco, arranca pidiendo diez!
A las 6 de la mañana salimos a tomar el ómnibus de la excursión.
Se me congeló dos veces el chorrito del termo y el viento frío me entraba por la nuca y me salía por la nariz. Los pocos anormales que andaban levantados a esa hora se sentaron a reírse de mi mujer vestida de San Cono. Un flaco con una botella en la mano empezó a gritar:
—¡Al gordo, agarren al gordooooo que she afanó un monumento!
El cuidacoches del estacionamiento se pensó que era una estatua viviente.
—Tienen que ensayar más, jefe. ¡Amistá! Se le mueve mucho la gorda —y me dio una moneda de dos pesos.
El ómnibus no era de los más cómodos.
El asiento que me tocó no se tiraba para atrás y por la ventana entraba un chiflete que ni te cuento (parado, antes de arrancar, con el freno de mano puesto). Cuando fui a cambiarme, una doña que estaba en el asiento de adelante intentó introducirme en la boca, pascualina y pasta frola (sin sacarla del táper).
—Señor, buen día. Ya que vamos a viajar unos cuantos kilómetros juntos vamos a tener que alimentarnos. Sírvase, señor.
Y cuando fui a servirme, del asiento de atrás me pusieron al lado de la oreja izquierda una bandeja con empanaditas de carne picada y por derecha trataron de embutirme pastelitos de dulce de membrillo. Mi mujer repartía a diestra y siniestra buñuelos de manzana y una veterana en el asiento de enfrente le daba teta al hijo que paradito en el pasillo no dejaba pasar a nadie. Cuando
quise cambiarme ya estábamos en el peaje. Cada vez que amagaba pararme, un bol con milanesa o pizza me llegaba de atrás y de adelante (a la vez) y, cada vez que quería bajarlo (porque empecé a quedar violeta), en lugar de una cerveza o un clarete me aparecía un té frío o una Freskita caliente.
Por suerte llegamos. ¡Llegamos a Florida, que no ni no! ¡San Cono, nomá!
Nos dejaron en el Prado.
A cuatro kilómetros de la capilla.
Tres repechos, seis choriceros, un ataque de tos, un algodonero, dos llagas en el pie, cinco churreros, veinte pesos en monedas para mi mujer, una torta frita… y llegamos a la calle Rodó.
—Doblá a la derecha —le dije con el hilito de voz que me iba quedando.
—¿Estás nervioso? —preguntó mi mujer—. Yo estoy de lo más tranquila. Claaaaro… la procesión va por dentro.
—¡Por dentro las Peloche! ¡La procesión es eso que viene ahí y nos van a pasar por arriba!
Quise comprarme una campera de cuero en uno de los puestos y la procesión nos dejó media cuadra más adelante frente a un puesto de ropa interior. Cuando me di cuenta de que tenía un sutién rojo en la mano, la procesión me llevó sin tocar el piso hasta dejarme frente a un peruano que tocaba la quena y me quería vender… no entendí bien si la quena, un disco o una foto de Juan
Joya Cordero.
—Creo que era otro stand— dijo mi mujer.
—Están… por atropellarnos otra vez —le dije, me saqué la campera y arrancamos a caminar con toda la gente.
Una hora después estábamos de regreso y con toda la ropa en la mano porque el solcito empezó a pegar fuerte. En la historia de Danubio nadie traspiró la camiseta más que yo ese tres de junio.
Matera, campera, el abrigo de mi mujer, dos buzos de lana, la quena, el sutién rojo, pascualina y dos osos de peluche que se me ocurrió comprarles a mis nietas.
Al terminar nos fuimos hasta la plaza y otra vez salieron desde todos los bolsos los tápers y los bols. Como pude, rechacé por derecha un buñuelo de lechuga y por atrás conseguí frenar un huevo duro recién pelado. Por izquierda otra veterana me atacó con una butifarra y atrás de ella me arremetieron con una caramañola con Gevral.
Una de las partes más reconfortantes de la excursión fue el reingreso al ómnibus. Mi mujer no estaba muy contenta conmigo así que resolví sentarme en otro asiento. Lo único que quería era dormir. Busqué como acompañante para el regreso a algún adolescente de esos que se enchufan a los auriculares y no hay quien le saque una palabra. ¡Ni uno! Pensé en sentarme con dos mujeres que viajaban solas y estaban bastante fuertes. Intenté argumentar con la Ley de Cuotificación por sexos; le dije a mi mujer que ahora hay que poner dos mujeres por cada hombre y, sin abrir la boca,
solo con un gesto, me mandó a sentarme con alguien de gorro y bufanda celeste recién comprados.
Me le senté al lado con la esperanza de que todavía no hubiera aprendido a hablar o de que ya se hubiera olvidado, y vi que se trataba de un señor de bigote finito. Resolví que, en caso de constatar que estaba desmayado o muerto, yo no le avisaría al conductor hasta que llegáramos.
Cuando fui a acomodar la cabeza en una almohadita escuché una voz que salía de abajo del bigote finito:
—Desde que están estos sinvergüenzas del Frente Amplio en el gobierno, San Cono ya no es lo mismo.
¡Aaah, bueeno…! ¡No te puedo creeer! ¡Pero qué puntería que tengo!
Cuando me fui a cambiar me di cuenta de que el único asiento que quedaba libre era el de la puerta del baño al lado de un niño muy simpático y movedizo que abría y cerraba el paraguas de la mamá.
—Puede ser —le dije, con intenciones de no discutir.
—¿Pueeeede ser? —me contestó con voz de pito grueso—. ¿Pueeeeede ser? ¿No vio que no había nadie en Florida? Antes esto se llenaba. Mire, jovencito… —(ahí me di cuenta de que estaba mamado)— mire, jovencito, con los blancos no se podía ni caminar. El 3 de junio le caía siempre domingo y esto era una multitud. Mire, yo le vi un Cubilla, un Spencer, un Manicera dejando ofrendas en la capilla. ¿Y ahora qué? El técnico de Plaza Colonia vino a traer una camiseta. Yo le vi gente haciendo la procesión descalzos, los vi entrar arrodillados a la capilla, con chinches clavadas
en las rodillas; la sangre le chorreteaba por el piso —decía y se babeaba—. Un día vi a un tipo hacer toda la procesión arrodillado y a una mujer que se arrastraba de espaldas por el pasillo de la capilla. ¡Y ahora te hacen la procesión mandando WhatsApp! ¡Vamos! Antes usted venía y le cumplían todos los milagros. El 03 empezaba a salir el 15 de mayo y dejaba de salir en agosto.
Todos sacábamos la tómbola poniendo el 03, el 18 y las fechas de los cumpleaños. Y ahora estos tipos lo único que saben es regalarle la plata de uno a la gente que no quiere trabajar para que se compren vino y celulares.
Y me paré despacito, casi en puntas de pie a sentarme con el nene que comía un enorme algodón de color rosado. Apenas me senté, el señor de adelante me tiró el respaldo casi casi hasta la yugular. Me quedó justó debajo de la pera. La de atrás me pidió que no fuera a reclinar el mío porque le estaba dando teta al nene. Así que viajé los siguientes 60 kilómetros asomando la cabeza para arriba como esos tipos que se meten en las saunas portátiles en la tele.
Las luces se apagaron.
Algunos comenzaron a roncar, otros a hablar por celular y otros a enchastrar con el algodón rosado al de al lado (a mí).
—Mami, quiero arrojar —dijo el nene.
—La culpa la tiene Bonomi —dijo el de bigote fino desde el otro asiento.
Como pude, me las ingenié. Busqué en lo oscuro, sin mirar logré sacar la agenda y escribí:
“Dos de junio del año que viene, acordarme de operarme del apéndice, aunque ya me lo haya sacado. Y pedirle a San Cono que todo salga bien”.
(Del Libro “La cuestión es darse maña”, 2008)
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