COLUMNISTAS
Valió la pena. Valió la alegría
Por el escritor Marciano Durán. Está frío, está frío como cada noche de este invierno que empezó hace unos días y que tiene ganas de quedarse para siempre.
A esta hora las calles de la ciudad están vacías.
Todas.
Las del Prado Español, las del Barrio Curuchet y las del Centro.
Todas.
Solo se ven perros revolviendo la basura y a algún veterano comprando cigarros en
el bar.
El ómnibus que trae desde la estación a un puñado de pasajeros del tren de la noche,
acaba de dejar a una señora en la plaza Artigas y sale rezongando, atorado y
escupiendo humo gris por Treinta y Tres.
En el Ciclo de Ciencia Ficción de los jueves, el Cine Italia está estrenando “Cuando el
destino nos alcance” aunque el afiche colocado en una de las ventanas laterales
anuncie a Charlton Heston en “Soylent Green”.
“Así será el año 2022” advierten desde la ventana del cine.
El afiche de la derecha tiene Fiebre: Isabel Sarli, una vez más -ahora en coloresintenta con poco éxito tapar sus senos.
¡Qué pretenderán de ella!
Simón tiene que hacer fuerza con el manijón de bronce, para cerrar la puerta de más
de dos metros de alto de la casona vieja de la calle Fernández.
Es el primero de los tres amigos en salir a la calle en esa noche de invierno.
Unos metros hacia abajo –por Rivera- al pasar frente al cine, se mezcla con los que
salen de ser alcanzados por el destino, se entrevera a propósito con ellos y dobla
por Independencia hacia el Café del Centro.
¿Hacia dónde si no?
Alguien lo saluda desde la puerta del Club, Simón responde apenas con un movimiento de cabeza para no sacar las manos de los bolsillos y el vapor que sale de su boca queda colgando en el aire unos pasos más atrás.
– ¡Opa! – tres letras que resumen todos los saludos de estos tiempos.
También por Independencia están llegando Lucas y Jorge.
La galería que forman los comercios que están atrás de La Vitrola hace resonar los
pasos de las botas de Lucas. Jorge llega por la otra vereda… como si no se
conocieran.
La ciudad ve, como desde distintos lugares tres muchachos de 16 años – manos en
los bolsillos de los montgomerys- apuran el paso convencidos de que están en la
víspera de uno de los días más importantes de sus vidas.
Hoy es 5 de julio de 1973, ya pasaron dos años en que Simón vio nacer al Frente, un
partido político que entró a la casa de sus padres como un gran paraguas que los
cubrió en muy poco tiempo y que caminó sobre sus cabezas sin necesidad de que
nadie lo moviera.
Hace menos tiempo que con Lucas tuvieron su primer acto cívico: repartir comida
el día de las elecciones. Ese domingo de noviembre un par de bicicletas salieron una
y otra vez desde el predio de la calle Gallinal junto a la Difusora: milanesas que
viajaron entre dos panes y sobre dos ruedas hasta entrar a las escuelas y a las
oficinas públicas de aquella ciudad.
Esa noche, Simón se quedó a ver el escrutinio del circuito de la Escuela Industrial y
anotó en una libreta cada voto del Frente.
Anotó muy pocas veces.
Con Lucas habían imaginado otra cosa. Porque la caravana había sido grande, el acto
de la Plazoleta gigante, por las volanteadas con el triciclo con el Violín de Becho, por
los tamberos, por los ferroviarios, por los maestros, por los bancarios, por los
médicos.
Y fue a ese mismo local de la calle Fernández, adonde fue a llorar la noche del 28 de
noviembre del 71. Allí escuchó todas las bocinas de todos los autos de la caravana
de los colorados. Sintió que se colaban por debajo de la puerta gigante solo para
dirigirse a sus oídos. Sufrió cada bocina como propia. Es la misma casona que hace
un rato abandonó para ir a encontrarse con los dos amigos de toda una vida (toda
una vida de 16 años)
Ahora, mientras espera en el café -aún con el abrigo puesto- los recuerdos de esos
días se van amontonando sobre la mesa de cármica y la desbordan.
Suena “Eres tú” en la rockola; la rubia del nocturno vuelve a ponerlo como cada
noche de los últimos días. Simón prende un cigarro y mira cómo se van acomodando
en distintas mesas los que están llegando del otro cine. “La cabina” está llena, pero,
aunque no fuera así, no es momento de compartir mesas ni planes. La rubia mira
desde la rockola, mientras Mocedades insiste con el agua de la fuente y el fuego de
la hoguera.
Simón hoy está en otra.
– ¿Hace rato esperás? – pregunta Lucas mientras coloca su abrigo en el respaldo de
una de las sillas.
-No, recién llegué- contesta y a la vez saluda con un gesto a Jorge que también se
sienta en la mesa del ventanal.
Ahora están los tres juntos una vez más; entonces el frío empieza a desaparecer y el
ambiente del café pasa a ser el de siempre: Perfecto.
Música, calor, amigos, café, la rubia y cigarrillos.
-Señores- resuena la voz de un mozo alto; gruesa la voz, fino el bigote. ¿Vinieron a
arreglar el mundo otra vez o alguno de los tres se va a dignar a tomar una coca cola?
¿O no quieren darle de ganar al imperio?
-Un cortado- dijo Simón.
– ¿Para compartir? –preguntó Lupita con el sarcasmo de siempre.
-Dos más- agregó Jorge, livianos.
-Livianos están de guita, como siempre- contestó el mozo, dejó un cenicero y giró
en los talones en busca de su pedido.
Los jueves hay poca gente en este lugar, así que les resultó fácil ubicar al tira de
siempre, leyendo el diario de la noche junto al mostrador.
Se sintieron mirados, la conversación fue rápida y en voz baja, como en las películas.
Jorge arrancó con su mala noticia.
-No voy mañana. Lo hablé con papá y no quiere que me complique la vida. Dice que
está bravo, que puede haber problemas. Le expliqué, le rogué, pero me dijo que
tengo 16 años, que cuando cumpla los 18 haga lo quiera, pero ahora no. Como vi
que la tenía perdida le pedí que no fuera a hacer ningún comentario. Que si abría la
boca se pinchaba todo. Yo ahora vengo de la reunión de mi grupo –agregó- y les
expliqué a los compañeros que no puedo ir, pero quería contárselos a ustedes que
son mis amigos. ¡Ojo! Igual voy a estar, afuera, pero voy a estar.
-Ídem- dijo Lucas. La diferencia es que mi viejo casi me agarra del pescuezo. Me dijo
que ni soñara, y me dijo lo mismo: que hasta que cumpla 18 manda él; en casa, en
el comercio y en el liceo. Me costó convencerlo para que no fuera a contar nada,
pero ta, creo que entendió. ¡Es pachequista! No es fácil. Ta difícil para que nos
entienda- dijo Lucas y se quedó callado porque vio que llegaban los cortados. Mi
grupo sale mañana del local de Barreiro, pero yo voy a ir al mediodía y voy a apoyar
desde afuera. ¿Y Borges? -preguntó mirando a Simón.
-Yo lo hablé hoy a la mañana con los viejos. Tuve más suerte, mañana temprano
estaremos en el liceo, creo que somos 40 o 50, no lo tengo claro, pero tranquilos, sé
que de alguna manera vamos a estar los tres.
La noche es larguísima.
Cuesta conciliar el sueño.
“Las fresas de la amargura” están todavía muy frescas en las cabezas de los tres y el
sueño demora en llegar en las casas de todos.
Insomnio y pesadillas se alternan y mezclan a Bordaberry con Vietnam, a Luther King
con la CNT, a Bolentini con el Che y a Pacheco Areco con Kennedy.
Una noche interminable de vueltas y vueltas en la cama, presagio de lo que se viene.
A la mañana temprano, a Simón le transpiran las manos a pesar del frío y el beso a
su madre es distinto; es con abrazo, es con miedo y es con alegría.
Nunca –como hoy- le parece tan largo el trayecto hasta el centro.
La operativa resulta exactamente igual a lo programado; es viernes, el liceo está
cerrado para sus alumnos por las vacaciones de invierno, pero funciona la secretaría
con todo su personal.
Desde adentro una de las funcionarias mira por la ventana y alcanza a ver a un grupo
importante de estudiantes sin uniformes acercándose a la explanada.
De golpe, como si hubiera sonado una campanilla que solo escucha el grupo,
ingresan todos al hall y de allí se dirigen a bedelía
Apenas entran, uno de los más grandes pronuncia las cuatro palabras que
seguramente ensayó durante una semana.
– Esto es una ocupación.
Lo dice claro, terminante, firme y ante el principio de caos que se empieza a gestar
lo repite en voz más alta, casi gritando y agregando ahora un par de palabras más:
– ¡Dije que esto es una ocupación!
Entonces se apagan todos los murmullos.
Entonces se caen todas las carpetas de las manos
Entonces un silencio oscuro, denso y pegajoso cae sobre el pequeño grupo de
funcionarios y envuelve a un puñado de gurises que en ese momento se dan cuenta
que comienza una historia nueva para cada uno de ellos.
La palabra “ocupación” queda resonando en el hall y se cuela hasta el salón de
Historia Natural en el final del pasillo largo, baja hasta la cantina de Carlitos, se mete
en los baños, sube por las escaleras y se transforma en un cartel que queda colgado
en las ventanas del primer piso.
Un grupo de gurisas y gurises -más de estos que de aquellas- ocupa su liceo por
primera vez y resuelven crecer de golpe.
Esa es su respuesta al golpe: crecer de golpe.
Nada será igual en las cabezas de ellos a partir de ahora.
Un acto de resistencia colectiva que cabe en un salón de clase pero que tiene el
tamaño de un liceo, los hermana y los compromete.
Y enseguida, como si se tratara de un acto rutinario, como si se tratara de una
operación ensayada una y otra vez, como si esos gurises de entre 13 y 17 años fueran
expertos ocupantes de edificios, se despliega un operativo que va activando
acciones sincronizadas y precisas. En pocos minutos un escribano lacra las puertas
de bedelía, labra un acta, discute por un mueble de la biblioteca y se retira del
edificio junto al director y a todo el personal del liceo.
Así estaba previsto y así funcionó.
Un rato después cada uno de los ocupantes tiene claro que es lo que debe hacer.
A algunos les toca ir a cuidar las ventanas, la mayoría coloca bancos contra las
puertas vidriadas del hall previendo un posible ingreso por la fuerza, un grupo llena
con agua las piletas de los salones de química y de los baños por si la cortan, otros
se preparan para un posible corte de luz, algunos colocan el cartel de “NO AL GOLPE”
y a partir de allí las asambleas se suceden para resolver los temas que van
apareciendo minuto a minuto.
A la tarde la noticia comienza a recorrer la ciudad y empiezan a llegar los primeros
apoyos desde el exterior del edificio.
Lo que sigue es una sucesión de altas y de bajas.
Lucas, por ejemplo.
Parado en la vereda de enfrente, observa a un par de compañeros sobre el techo de
uno de los salones.
No se aguanta.
Saca sus manos de los bolsillos, da un paso tímido que lo deposita en la calle y
arranca a caminar ahora con paso lento pero seguro, hacia una puerta que empieza
a abrirse.
A partir de este momento el liceo tiene un ocupante más.
Como lo había prometido, Jorge y un grupo importante de estudiantes se instala en
la vereda de enfrente al liceo. Una mujer aparece con bolsos de comida y artículos
de limpieza. La siguen otros vecinos y a los vecinos los siguen los profesores y a los
profesores lossiguen los padres de los gurises y a los padres de los gurises lossiguen
los camiones con soldados que rodean el edificio.
Novedades: al llegar la noche uno de los que pide para entrar es el padre de Lucas.
-Vengo por algo que me pertenece- dice demostrando ser más porfiado que su hijo.
A partir de allí la vigilia es total, dos gilletes y un cable se transforman en el
proveedor de agua caliente para los mates, a Lucas y a Simón les toca nuevamente
(como un designio divino) repartir el pan, esta vez con dulce de membrillo y
tangerinas en porciones preparadas en la biblioteca.
-Vos andate al salón del fondo, Simón. Llevate el mate si querés y colocate junto a
la ventana, ahora hay otro compañero allí, decile que se venga. Tu tarea es que no
se meta ningún milico por esa ventana.
Mientras tanto el grupo se hace las mismas preguntas de todo el día ¿ocuparon otro
centro de enseñanza? ¿ocuparon algo más? ¿qué está pasando afuera?
La noche es eterna.
Los de adentro se turnan para cuidar puertas y ventanas, los de afuera hacen vigilia
en un garaje. Junto a la ventana que Simón debe cuidar -en la vereda de la calle
Oribe- un soldado tres o cuatro años mayor que él hace guardia. Las instrucciones
recibidas por ambos son las mismas: deben cuidarse mutuamente.
– ¿Qué hora es? – le pregunta Simón por la banderola entreabierta.
El soldado levanta la manga de su chaqueta verde, aprieta un botón en el costado
de su reloj, una luz ilumina la pantalla y se alcanzan a ver números digitales. Simón
no puede creer lo que ve. Eso no es un reloj, eso es un aparato del futuro,
seguramente de los que anunciaban en Soylent Green.
-Las tres de la mañana- contesta el soldado.
-Pero… ¡¿Qué es eso?! -pregunta Simón sin salir de su asombro.
-Es un reloj de cuarzo.
– ¡Mierda! Nunca había visto uno ¿Son carísimos, ¿no?
-No sé, me lo trajo mi padrino hoy de Panamá.
Conversaron, conversaron como si formaran parte del mismo grupo,
confundiéndose el destino de cuidado y cuidador, conversaron como si les hubieran
tocado dos asientos juntos en la Cita.
A la mañana, el grupo de personas de afuera crece y el de adentro se mantiene.
¡Bah! …crece también.
Novedades: Lucas resulta ser más porfiado que su porfiado padre y decide ingresar
nuevamente. Esta vez es más difícil porque la guardia militar no permite el ingreso
de nadie.
Y están armados.
Va por la puerta de atrás, toma carrera sabiendo que esta vez el paso lento no lo
ayudará.
Un soldado lo advierte y tirando palazos al aire corre tras él.
Desde adentro mueven los bancos y abren la puerta lo imprescindible para que pase
un cuerpo de costado.
Ni un milímetro más.
Más tarde, el Jefe de Policía ingresa al hall para dialogar con los estudiantes.
Salvo los que cuidan las ventanas, el resto se reúne con él.
La negociación es extensa e intensa e incluye las condiciones para el desalojo.
La propuesta es que salgan de noche, a lo oscuro, sin gente y sin previo aviso.
La respuesta es salir de día y con tiempo para avisar a la mayor cantidad de gente
posible para generar una marcha.
La propuesta es saber quiénes son los que han participado en la ocupación.
La respuesta es que no deben quedar registros ni fichas de nadie.
Finalmente, el grupo de gurisas y gurises resuelve salir.
Cantando el himno y con la consigna de “Libertad si, dictadura no” una marcha con
más de medio millar de personas sube el repecho de Barreiro y se encamina hacia
Independencia.
Ahora la consigna recorre la ciudad y se escucha desde las veredas, desde las casas
y desde los comercios.
Por Ituzaingó -casi al llegar a la plaza- una alineación de policías intenta impedir el
paso.
No es posible.
El grupo sigue de largo y en la Plaza Asamblea el “Tiranos Temblad” retumba hasta
convertirse en uno de los últimos gritos colectivos que escuchará Florida por muchos
años.
………………………………………………….
-Eso es lo que recuerdo- dijo Simón medio siglo después a su nieto de 15 años. Pero
no hagas mucho caso; los recuerdos se mezclan, se agrandan, se achican y se
agigantan mágicamente. La memoria elige su mejor versión.
– ¿Valió la pena? – preguntó su nieto.
-Valió la alegría- contestó su abuelo, pero dejame contarte otra parte de esta misma
historia:
Hace unos años fui a una reunión en Montevideo.
Había varias personas que yo no conocía.
Uno de ellos era un político de izquierda que has visto en casa alguna vez. En
determinado momento, ese señor me dijo que me conocía desde mucho tiempo
atrás, concretamente de la ocupación del liceo.
– ¡¿Ah sí?! No recuerdo que hayas estado ese día, de hecho, ni siquiera sabía que
eras de Florida.
-No, no soy- me dijo, pero sí, estuve.
– ¡Qué raro! No consigo recordarte.
-Yo si te recuerdo- me dijo- tenías el pelo muy largo.
– ¿Y vos? – le pregunté.
-Cortito…y ese día me habían regalado un reloj.
Nota del autor: Cuento de ficción sobre hechos reales. Los nombres de los personajes fueron cambiados y hemos resuelto llamarlos Simón, Lucas y Jorge protagonistas de la película “Las fresas de la amargura”.
Nos reunimos el pasado 30, a 50 años del golpe civil-militar. Algunos compañeros no nos habíamos visto más desde aquella época liceal.
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