COLUMNISTAS
Vivir (o morir) en la calle
Por Fernando Gil Díaz. La situación de calle es una desgracia para quien la vive, nadie debería pasar por esa situación nunca.
En este período hemos asistido a un aumento significativo de personas que viven a la intemperie, a pesar de los refugios y el aumento de cupos, es una postal recurrente, verlos ya no en la capital Montevideo sino a lo largo y ancho del país, sin excepciones. Algo debemos estar haciendo muy mal para que vivir (o morir) en la calle sea hoy la única opción…
De todas partes vienen
La situación de calle no es exclusiva de los uruguayos ni mucho menos, a lo largo y ancho del planeta se multiplican iguales o peores imágenes de gente en esa situación. Tampoco es una cuestión de país más o menos desarrollado, porque hasta las potencias mundiales padecen similares casos, aunque -claro- no tienen la publicidad de las nuestras.
Tuve ocasión de apreciarlo en el corazón mismo de los EE.UU., en Washington DC, allá por 2013, cuando acudí a un ciclo de capacitación impartido por el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), en misión oficial del Ministerio del Interior. Me llamó poderosamente la atención apreciar no uno sino decenas de personas durmiendo al aire libre en plazas públicas, algunas enfrente mismo a la Casa Blanca. Claro que a pesar de dicha condición tenían acceso a estaciones de carga de celulares de forma gratuita en una increíble contradicción capitalista que seguramente se haya incrementado mucho más hoy día.
Lo concreto es que, en la meca misma de una de las naciones más poderosas del planeta, la situación de calle es un problema irresoluto que está a la vista de todos.
Que eso ocurra en el país del norte no es excusa para conformarnos con lo que suceda en nuestras latitudes. Mucho menos admitir sin discusión alguna que el problema no solo subsista, sino que se haya agravado con un aumento considerable de personas viviendo en la calle. Porque nadie puede desconocer que el problema se ha agravado de forma notoria, al punto de haber generado la reacción de algunos voceros oficialistas que hasta promovieron la sanción de un delito a quienes ocupen espacios públicos. Una idea que tuvo el renunciado exministro del Interior – Heber- que propuso un techo (indigno) como son las cárceles a quienes no tengan otra posibilidad que vivir a cielo abierto.
Ni cárcel, ni basurero, ni la cancha de Peñarol
“Nadie quiere una cárcel, un vertedero de basura ni la cancha de Peñarol en su entorno”, supo decir en Maldonado el fallecido Eduardo Bonomi en ocasión de discutirse la construcción de una cárcel nueva. Hoy se le podría sumar a sus dichos la gente en situación de calle, las que ocupan frentes y fachadas no sólo de edificios públicos sino también privados, con todo lo que ello implica para los vecinos y para los protagonistas mismos de semejante condición.
Por eso es que urge encontrar una solución que contemple verdaderamente a todos los involucrados, empezando por atender a los que viven en esa condición como verdaderas víctimas y no como victimarios. Es entendible que los entornos se deterioren por la falta de higiene y condiciones mínimas de habitabilidad, pero es responsabilidad del Estado asumir que hay un problema que debe atenderse con humanismo y sensibilidad, sólo así se podrá generar un ámbito virtuoso que permita una sana vinculación social de los involucrados.
La ley de internación compulsiva no es la panacea, pero, a pesar de las críticas que recibió, es una forma de mostrar acciones en procura de forzar un cambio, aún en contra de la voluntad -disminuida- del propio involucrado. Alguien que -muchas veces- no tiene la capacidad de discernir y apreciar realmente su situación y mucho menos alguna posibilidad concreta de salir de la misma.
En un país tan pequeño como el nuestro, vivir en la calle no es ningún derecho sino una triste consecuencia que hay que cambiar. No puede ser imposible asumir, responsablemente como Estado, la tarea de velar por la integridad de congéneres que necesitan una mano y una atención en salud a la que no acceden por carriles normales.
Gente que ha sido excluida por muchas razones, desde alguna adicción que los llevó a la cárcel o a perder toda vinculación familiar; como quienes han sufrido la pérdida material de un trabajo y con ello terminar sin otro recurso que vivir en la calle como última opción. Situaciones que se agravaron con los recortes de un gobierno que afectó la tarea en muchos sectores, pero en uno esencialmente importante para esta problemática como es el MIDES, darían alguna explicación al aumento significativo que hoy se aprecia.
Vivir en la calle es un problema para quien lo sufre, en primer lugar, pero también para quienes hacen uso de los espacios públicos muchas veces ocupados por aquellos. Esa ocupación se vuelve tan inevitable como intolerable, afectando las relaciones humanas entre pares y de estos con sus entornos que los empiezan a ver como responsables de una dañada convivencia que urge recomponer.
Este es un tema que debe meterse en la campaña, es necesario y urgente, tanto como inexplicable que siendo tan pocos no podamos encontrar una salida digna para todos.
Es imperioso atender a quienes no tienen un techo, y nada mejor que el Estado para cobijarlos con la esperanza de devolverlos al entramado social con dignidad completa. Pero para hacerlo hace falta voluntad política, pues no todo lo arregla el “bendito” mercado, hay cosas donde hace falta sensibilidad y esta es una de ellas.
El Estado, el escudo de los pobres como lo definía don José Batlle y Ordóñez, es el único capaz de devolver la dignidad a los miles que hoy no tienen un techo ni un rincón donde vivir.
Un Estado que como el sol (el poncho de los pobres), ayude según el caudal del que da y la necesidad del que necesita…
el hombre se hundía entre cartones,
el perro añoraba su casilla…
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