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Asuntos en el bosque

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Edificio del Ateneo

Carlos Liscano, escritor, columnista de EL ECO. Por pura ambición, por ver si rescataba algo más del domingo, me ponía a investigar el edificio del Ateneo, algo que me tenía inquieto e irritable desde hacía meses. En el borde superior del frontispicio, en letras de molde, se leía “Industria, Ciencias, Letras”. Había una cuarta palabra que no se podía leer porque estaba muy alta y había un árbol que, en parte, la cubría. Ahora estaba dispuesto a darle un final a aquel asunto. Me instalaba frente al edificio. Mientras intentaba leer pasó una señora muy mayor con dificultad para caminar. Me quedé mirándola y eso hizo, lógicamente, que la lectura se me retardara. También me distrajo un señor muy gordo, encendiendo un cigarrillo, que pasó a mi lado. Una mujer policía pasó en una moto, dobló en la esquina de Colonia hacia la Ciudad Vieja y no supe más de ella. Pasó un tipo que yo conocía y no me acordaba el nombre y me quedé pensando cómo se llamaba. Un muchacho joven me preguntaba si sabía dónde había una farmacia abierta. Le contestaba que no sabía, pero que la que estaba en 18 de Julio y Yi quizá estuviese de turno. Me preguntaba dónde estaba 18 de Julio y Yi. Yo le hacía señas de que un poco más arriba, a la izquierda. “¿Muy lejos?” “No, no estaba lejos, estaba ahí no más”. “¿Cuánto?” “A tiro de piedra”.
Decía “a tiro de piedra” y me quedaba pensando. ¿Cómo me venía esa expresión a la cabeza, algo que no había dicho en treinta años o más? Más, sin duda más porque la había aprendido cuando era niño y desde la adolescencia había dejado de usarla. Mientras yo recordaba la infancia y reflexionaba acerca de cómo el lenguaje conserva frases aprendidas hace tanto tiempo, el muchacho me hacía otras preguntas. No las escuchaba porque en ese momento estaba pensando en lo del lenguaje y en cosas que eso me traía a la cabeza y que no voy a decir porque no vienen al caso. Si vinieran al caso las diría más adelante, o nunca, según convenga. Porque no hay que decir lo que no viene al caso. Eso distrae, colinda con la mala educación, acaba aburriendo. Hay que ir siempre a lo pertinente, directo. La realidad es abundante y a veces redunda, no se la puede tener en cuenta todo el tiempo. Es una norma que tengo desde que me conozco, y me conozco hace un rato. El relato ha de ser preciso, simple, y mostrar lo esencial. No irse por las ramas, como se dice. Otra norma: no abras la boca hasta que no te pregunten. Así, clarito. ¿Y si nadie te pregunta nada? En ese caso se muere callado y sin chistar. ¿Para qué hablar? El mundo ya es bastante complejo como para que, encima, uno lo enrede un poco más. Se puede perfectamente vivir con la boca cerrada. El muchacho se quedaba mirándome a los ojos. “¿Qué pasa?”, le decía. “Nada, solo que me diga dónde queda la farmacia”. Que ya se lo había explicado. Que fuera hacia donde le había dicho y preguntara por ahí. En la vida hay que intentar arreglárselas solo. Él ya estaba en edad. Pensé que tal vez no había entendido lo de “a tiro de piedra” y por eso dudaba. Bueno, que se ingeniara, que aprendiera una expresión del milenio pasado. Le vendría bien para su cultura y para poder expresarse con propiedad en los círculos que frecuentaba. ¿Acaso no entendía porque nunca había tirado una piedra en la vida? Si era así, yo lo lamentaba. No era una gran experiencia, pero valía la pena haberlo hecho por lo menos una vez en la vida. Aunque fuera una única vez. Si quería aprender podía empezar ahora. Pensaba en invitarlo a tirar piedras, una cada uno, a ver quién llegaba más lejos. Que agarrara una piedra y la tirara y yo después tiraba otra. Después le tocaría a él de vuelta y luego a mí. Así un rato, una cada uno, como se debe. Iba a entender exactamente lo que quiere decir “a tiro de piedra”. No lo invité porque iba a ser una pérdida de tiempo, pero la verdad es que me tenía fe. Nunca fui campeón en el tiro de piedras, pero en el barrio era bastante bueno. No el mejor, pero tampoco el peor. En el medio, digamos, que es lo mío. Pensaba contarle que una vez le apedreamos la casa a una vecina porque se nos quedó con la pelota que había caído en su jardín. Esperamos. No la entregó. De noche nos juntamos seis o siete y le dimos una de piedra y piedra sobre el techo de la que no se iba a olvidar. Entendió lo que estábamos diciéndole y al otro día tiró la pelota para la calle por encima del trasparente. “¿Ves, podría decirle, la piedra sirve?” No le contaba nada. ¿Para qué?Tampoco lo iba a entender. No sé cuánto estuve recordando esas cosas. Por fin el muchacho se iba a buscar la famosa farmacia. Una pérdida de tiempo, la farmacia del muchacho, y yo con el Ateneo ahí enfrente. Me quedaba mirándolo y me daba un poco de pena. Pensaba en llamarlo y explicarle lo de “a tiro de piedra”. También pensaba acompañarlo a la farmacia. Mientras lo guiaba le contaría la historia del bosque. Era una oportunidad. Le diría que me agradaba mucho habernos encontrado y conducirlo a través del bosque que él no conocía. Tal vez podríamos tirar alguna piedra por el camino, para ir practicando. Después de tantos años de no hacerlo, me venían unas ganas chiquitas de tirar alguna piedra. A ver cómo andaba. Sin duda había perdido mucha baquía. Si se lo decía así tampoco iba a entender. ¿Baquía, qué es eso? Desistía. El pobre me iba a tomar por loco y, además, yo tenía por delante un asunto fundamental que era leer la cuarta palabra, la que me faltaba. Después tenía tres o cuatro distracciones más, unas involuntarias y otras provocadas. No las voy a anotar por buena educación y por no ser largo, pero bien que merecerían una descripción extensa y pormenorizada. No me gusta ser largo, pero tampoco me gusta dejar las cosas a medias ni que me interrumpan cuando estoy tratando de enterarme de algo que ocurre al lado de mi casa y no sé qué es. Quiero decir lo del Ateneo.
Ya había conseguido leer “Industria, Ciencias, Letras” y no conseguía leer la cuarta palabra. Aunque si bien yo sabía que tal vez dijera “Artes” porque lograba ver “tes”, todavía no la había leído completa y no pensaba volver a casa con una mera suposición. ¿Y si decía otra cosa? Me iba a pasar la noche entera con la duda. Y todo por mi culpa, claro. Pero también había que considerar las sucesivas y tensas distracciones que no me permitieron concentrarme como se debe en casos de esta naturaleza.
Valoraba dos planes posibles. Mejor dicho, primero tomaba una decisión y luego venían los planes. La decisión: por ningún motivo podía volver a distraerme, no lo permitiría, no aceptaría preguntas sobre farmacias, hospitales, clínicas, interrupciones, nada. Esa era la decisión, clara, firme, inamovible. Después venían los planes. El primero: pararme en la vereda de enfrente, donde antes estaba el cine Plaza y ahora había una iglesia de algo, a ver si desde allí se podía leer. El segundo plan: ubicarme en posición tal que me permitiera ver hacia arriba por entre las ramas de los árboles. Luego de mesurada meditación optaba por el segundo. Fue decisivo en adoptar esta vía el hecho de comprobar que la calle estaba llena de hojas, lo que me hacía acordar que estábamos en otoño, que es cuando los árboles pierden el follaje. Elegido el plan, me acercaba al edificio. No podía evitar mirar la cartelera del Teatro Circular a ver qué ponían esta semana y eso me irritaba un poco. Por nada en este mundo debía distraerme, como ya había sido resuelto. También trataba de no dejarme llevar por el mal humor, que es algo que desconcentra mucho. Buscaba una buena posición y lo conseguía. Tal como suponía decía “Artes”. Volvía a casa. El domingo estaba prácticamente salvado. Me puse a anotarlo todo antes de que se me olvidara algún detalle.

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