CULTURA
Con sus mismas palabras… LES LUTHIERS
Por el escritor Marciano Durán. Lo encontré en mi pueblo cuando yo tenía 17 años y él iba a cumplir 30.
No me vio.
No tenía cómo verme.
De cualquier manera, ese día me cambió la vida para siempre.
Yo estaba en el living de la casa de Ana María y él estaba adentro de un cajón de madera de un metro ochenta por sesenta. Más o menos.
Un mueble al que llamábamos “combinado” (nota para los más jóvenes: se le llamaba combinado porque por primera vez se combinaba la radio con el tocadiscos en un solo mueble). Lo raro es que también le decíamos “combinado” a la selección de fútbol. Con el tiempo me di cuenta de que la llamábamos así porque eran de madera y sonaban bastante seguido.
Daniel Ravinovich formaba parte de un conjunto al que conocimos como Les Luthiers, y su inconfundible voz salía desde allí adentro.
“Los Les Luthiers”, para ser más exacto.
A partir de ese día de marzo de 1973, entendí que empezaba a formar parte de una generación privilegiada que alimentaría su alma, su espíritu y su intelecto con las voces que salían de ese mueble combinado y de los siguientes aparatos que tuvieran adentro a Daniel y al resto de “loslelutié”.
Nos formamos con ellos.
Nos formamos, nos informamos y nos transformamos con ellos.
Inauguraron nuestras risas, provocaron las primeras carcajadas adolescentes y se convirtieron en la puerta grande a otras opciones de humor que llegarían desde Argentina, como Quino, Fontanarrosa o Dolina.
Tiempos de Mastropieros y no de Mastropierros.
Porque por esos días conocimos a Johann Sebastian Mastropiero, escuchamos a Dorival Lampada (Lampiño para nosotros), nos asombramos con el pastor Warren Sánchez, reímos con Yogurtu Mghe, cantamos con Cantalicio Luna y le escribimos al querido Tío Oblongo.
Escuchamos el chelo legüero, el tubófono parafínico cromático, el dactilófono o el yerbomatófono d’amore construidos con partes de bicicletas, barriles, bidets, tubos de ensayo, mangueras, calefones, tablas de lavar y hasta tapas de inodoro.
Todo lo que nosotros usábamos cotidianamente en nuestras casas y que pensábamos tenía un único e indiscutible uso, ellos —en un alarde de creatividad sin límites— lo convertían en instrumentos musicales.
Como si fuera poco, lo teníamos que imaginar, porque al combinado le faltaba un rato largo para que le “combinaran” alguna pantalla.
Por aquellos años, la Cantata Laxatón entró como un misil en nuestros cuerpos y salió de mejor forma, porque —como decían “loslelutié”— “actuaba suavemente durante la noche; provocaba unaevacuación normal y sin dolor ni irritación”.
Fue lo primero que escuché de ellos.
Unos años después, ya más grande, casado y con hijos, viviendo en Punta del Este; yo acostumbraba a correr seis kilómetros cada mañana alrededor de la península.
Y nunca imaginé que un sábado de diciembre, cerca de la Punta de la Salina, iba a ver a Daniel caminando en dirección contraria, como hacia mí, y a punto de cruzarme.
Me estremecí.
Me preparé para decirle mil cosas.
Pero me di cuenta de que no iba a ser fácil.
Porque tuve la sensación de estar encontrándome con Súperman, con Mafalda o con el Quijote.
Quiero decir, uno no está preparado para cruzarse con un gigante a unas cuadras de su casa. Sentí que “eso” se había caído de la pantalla de algún cine, como si fuera una película de Woody Allen, o —peor aún— que se había escapado de madrugada de adentro de un combinado. Entonces los pensamientos se descontrolan, las palabras se pelean por salir, las intenciones van más rápido que los dichos. Uno se tara y solo quiere agradecerle, contarle lo importante que fueron para nosotros, decirle que no me hubiera molestado que nos conocieran como “la generación lesluthiers” y mil frases más de ese tipo.
Él se me acercaba inexorablemente y yo no encontraba la primera palabra, la que abre la puerta, la que arrastra a las palabras que vienen después: la palabra llave.
Lo tenía ahí, ahí, casi lo tocaba y seguía buscando por dónde empezar a resumir en una conversación de ascensor, tantos días y días de risas y aprendizajes.
Dejé de correr justo enfrente a él y a su esposa. Me paré casi cara a cara y sin darle tiempo a que dijera nada, miré el cronómetro en mi muñeca como hacía cada vez que me detenía, lo miré a los ojos y le dije:
—¡Florde relós!
Él giró la cabeza hacia su esposa con cara de “¿qué le pasa a este pibe?” e intentó seguir caminando.
—Soy floridense —le conté obstaculizándole el paso—. Soy floridense porque he nacido en Florida.
Si no fuera floridense habría nacido en otro pago.
Miró a su mujer y volvió a mirarme a mí. Le dije que lo admiraba mucho, que se cuidara, que a esa hora ya tenía que protegerse del sol, que a las 10 de la mañana el sol es un fogo encendido, que queima hasta o apelhido y que ya es un sol sostenido.
Él, nada.
—Salgo a correr todas las mañanas, Daniel, pero nunca imaginé que iba a encontrármelo.
Yo lo conozco desde que estaba adentro del cajón de madera.
Él, nada.
—Salgo solo, porque mi esposa se marchó a lavar la ropa, la mojó en el arroyuelo y cantando la lavó. La frotó sobre una piedra y la colgó del abedul.
Dio un paso para atrás y sin sacarme los ojos de arriba, tanteó con su mano derecha a sus espaldas,hasta encontrar el murito y se sentó; sin dejar de mirarme, como si se hubiera encontrado con un marciano. Abrió las piernas, clavó sus codos, apoyó su cara en las manos abiertas y siguió mirándome como tratando de entender algo.
—Una pregunta, solo una pregunta Daniel y después lo dejo seguir caminando. ¿Podría decirme de quién eran los pasos que escuchó la hermosa Molly? Y una cosa más: ¿por qué había ladrado el temible Sultán? ‘Pere, ‘pere un segundo… lo que más quiero contarle es que 50 años después sigo sin ver “El Asesino Misterioso”. La última y ya sigue: ¿el asesino misterioso era Jack el Forastero?
Amagó pararse y con esa voz aflautada que le salía a veces me preguntó:
—¿Y vos quién sos?
—No me asusta el acertijo —le dije—.
La destreza y la memoria son buenas si van en yunta.
¿No se ofende si le pido: me repite la pregunta?
—¿Que quién sos vos?
—Un marciano— le contesté.
Se paró y dio el paso para seguir caminando. Yo me puse delante otra vez.
—Mi honra está en juego, y de aquí no me muevo.
Y sin dejarlo avanzar, lo invité a tomar un café, aromático y sabroso, un café de Rodrigombia.
Movió su brazo derecho como para correrme, pero yo lo atajé.
—¡Detente pecador! No me toques la espalda que me arde. Ayer me achicharró el sol y creo que esta noche ni siquiera desnudo podré aguantar la ropa. ¿Hoy es sábado, ¿no?
—Sí ¿por qué?
—Porque me había olvidado de que a esta hora está por empezar “La kermesse de los sábados” con un cargamento de concursos.
—¡Y sorteos! —me dijo.
—Música —agregué.
—¡Sorteos!
—Alegría.
—¡Sorteos!
—¡Cortala!
—¡Bueno! —me contestó—. Pero deberías saber que la kermesse de los sábados va los domingos.
—Estoy muy contento de haberte encontrado, Daniel— le dije tuteándolo, al darme cuenta de que comenzábamos a entendernos.
—¿Estás contento?
—Muy contento.
—¿Muy contento?
—Sí, estoy chocho.
—Bueno, entonces… ya está. ¿Te gusta hablar conmigo?
—Sí.
—Entonces callate y sentate a la sombra de aquel árbol.
—“ArBOL”.
—Árbol.
—“ArBOL”.
—Sí, del “arBOL”.
—Árbol.
A esta altura la esposa dio unos pasos marcha atrás, como tomando distancia de los dos. Cuando escuchó que Daniel me decía que iba entrare per la finestra per cantare una aria maestra dio un paso más largo aún.
—Están mal de la cabeza— dijo la mujer asustada.
—Nos descubrieron —le contesté—, por fin nos descubrieron . Y ahí vi que llegaba mi esposa con mi hijo que habían notado que estaba demorando mucho en dar la vuelta.
—¿Puedo hacerte una pregunta?— me dijo Daniel.
—Dígame usté, compañero— le contesté.
—¿Es tu hijo?
—Sí.
—¡Es tan hermoso poner un hijo…!
—Mm..
—¡Tener un huevo!
—Yo me voy —dijo la mujer—. No los aguanto más.
Giró en sus talones y regresó caminando por donde había llegado.
—¡Haya paz! ¡Haya paz!— le gritó Daniel.
—Achicoria— le agregué yo, y ya me puse del lado y al lado de Daniel. La miré como con bronca y le dije:
—Ámelo como él la ama a usted y los demás envidiaremos vuestro amor.
Antes de perderse entre otras personas que pasaban caminado, giró la cabeza y preguntó:
—¿Adónde van?
—A la playa con Mariana— dijo Daniel.
—Perdónala —le dije—. A veces parece fría, sujeta. ¡Ay Daniel, relator, que la calma no se pierda, que si seguís discutiendo os vais a ir a la…
—¡Haya paz! ¡Haya paz!
En eso estábamos, charlando lo más bien mientras el sol asomaba en el poniente cuando vi que mi mujer y mi hijo volvían para casa.
La conversación fue muy agradable, sentí que hablábamos el mismo idioma. Le pregunté por qué la gallina dijo eureka y él me contestó:
—Pelé banana.
—La vinchuca cuando muge hace vinchú, vinchuuuu— le dije.
—Me gusta esa programacio —contestó—. Paupá… paupá —agregó—. ¿E como foi o final da historia tan colosal?
—Achicoria —contesté—. ¡Salapalacatá! ¡Sapa, talaca salapalacató!
Y eso se ve que lo dije muy fuerte y moviendo mucho las piernas y los brazos, porque casi me caigo de la cama a la vez que mi mujer se despertaba y me advertía que si seguía soñando con “loslelutié” me iba a llevar al psiquiatra.
—Desde que lo cruzaste el otro día en la rambla y no te animaste a decirle nada, quedaste como tarado. Ahora podés soñar todo lo que quieras. Eso sí, no te enojes, pero te recuerdo que no te animaste a decirle nada.
—Perdón, lo siento —le dije avergonzado—. Voy a tratar de seguir durmiendo.
Ella me miró, me tocó la cabeza y me dijo:
—Cierre sus ojitos, no los deje abiertos, que si no se duerme se va a quedar despierto.
Después de todo mi mujer, también es “Generación Les Luthiers”.
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