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Cuento: Atípica familia

El heroico camino de un joven

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Recostado a la columna esperaba el resultado de su último examen del postgrado de psiquiatría. Sus pensamientos saltaban desde cómo había respondido en la prueba escrita hasta el gesto de horror que se dibujó en el  rostro de Silvia cuando supo la verdad sobre su familia.

Ella había tomado la iniciativa de iniciar el romance, y aunque Martín hizo lo imposible por alejarse, lo venció el amor.

—¿Y ahora qué? —se preguntaba. Ya no estaba la joven de tez tostada y ojos claros que derretían los marrones suyos.

Ella soñaba con tener hijos: “cinco, ocho o todos los que la vida nos dé”, solía decirle a Martín afiebrada de amor.  Pero como las olas que mueren arrastrándose en la arena, se diluyeron sus sueños.

Martín, sentía culpa por  su silencio durante los diez meses en que fueron novios, antes de comenzar el postgrado.

La columna de la sala de la facultad le servía de sostén para no caer de dolor por la ausencia de Silvita –como él la llamaba-, mientras que, con los nervios a punto de reventarle las venas, esperaba escuchar que había aprobado; si eso sucedía  podía ejercer su profesión.

Le urgía la desesperante necesidad de regresar a su niñez,  en la cual los rostros de sus padres -como creados por la felicidad- lo miraban tomados de la mano,  le daban un beso, y salían presurosos para llegar puntualmente a la cafetería de la Estación Retiro donde todavía trabajan.

Invadidos por la belleza de ser padres, al llegar al trabajo se soltaban las manos como  labios tras un beso, e iban a los vestidores a ponerse el uniforme: pantalón y camisa blanca y sobre éstos un delantal negro, largo, y un gorro como de panadero, del mismo tono que el traje. Ella tardaba siempre un poco más que su esposo porque debía atar su largo cabello color té con leche y aprisionarlo en el gorro. Ambos parecían creados por el mismo molde: igual tipo de pelo, piel de porcelana,  rostros redondeados, y escasa estatura.

No bien ingresaban, los compañeros que dejaban el turno se aproximaban para interrogarlos invadidos de entusiasmo.

—¿Cómo etá  Maltín?

Ambos se miraban, y como si la respuesta saliera de una sola boca  decían:

—¡Liiiindo!

Así comenzaban cada jornada en la cafetería de la estación central del corazón de Buenos Aires, donde la llegada y salida de trenes  no cesaba las 24 horas, salvo cuando había paro, pero esos eran los días más bulliciosos porque los pasajeros se aglomeraba en el amplio hall protestando, unos a favor y otros en contra. A la cafetería las voces ingresaban como el zumbido de embravecidos  enjambres de abejas. En esas jornadas, el personal atendía en silencio los pedidos de café con leche, negro, capuchino, con o sin medialunas, que podían ser rellenas, dulces o saldas; y los clientes solían estar  tensos y toleraban menos la torpeza del mozo o la lentitud de quien estaba de turno en la caja o en la cocina. También disminuían abruptamente las propinas. Aun hoy es similar la forma de actuar de los clientes, aunque sean otros.

Martín –el niño de los enamorados regordetes trabajadores de la cafetería de Retiro-  era llevado por su abuela a la escuela.

—¿A quién te pareces? ¿A tu mamá o a tú papá? –le había preguntado su compañera de banco, Nailea, cuando cursaban el último año del prescolar. Él no supo qué responder, jamás se había fijado en eso. Por primera vez se cuestionó por qué  sus padres –siempre sonrientes-  eran distintos a los demás padres, y no por la alegría que manifestaban  cuando jugaban a la pelota en el patio y  con complicidad dejaban que él hiciera siempre  goles. Distintos, pero en qué, se preguntaba. La curiosidad pudo más que el sonido del timbre que anunciaba el fin de ese día de clases. Mecánicamente tomó su cuaderno, la caja de lápices de colores, colocó todo en la mochila y salió silenciosamente de la clase. La maestra, en un gesto cariñoso, le revolvió el ondulado y renegrido cabello cuando pasó ante ella, al tiempo que le dijo hasta mañana. El no respondió, sus pensamientos ganaban todo su cuerpo.

Cuando tenía unos siete años se fue dando cuenta que no tenía rasgos parecidos a los de sus progenitores. Aquella pregunta de Nailea le había durado mucho tiempo, se retorcía en su mente como la goma de mascar que esa compañera de banco solía machacar con los molares a la hora del recreo.

Un docente grado Cuatro de la Universidad había sido vecino de la familia de Martín, y lo tuvo  como alumno ese año en que finalizó su carrera de medicina.

—Martín es brillante– dijo el hombre en una reunión de profesores—  cuando niño era tan sonriente, bochinchero y divertido como sus padres. A partir de la adolescencia cambió. Se convirtió en un chico silencioso, a quien su abuela despedía y esperaba en la parada del colectivo. Sus padres o estaban en el trabajo o se quedaban dentro de la casa porque Martín no quería ser visto con ellos. Pobre chico, ha transitado casi solo en el mundo exterior. Cuando murió su abuela pensé qué sería de él.

—Ahora tienes que hacerte cargo de tus padres, Martín –le había dicho  su tía, la hermana de su padre, una mujer alta, de rostro de mármol por su color y dureza, y de mirada esquiva como insecto que huye ante el peligro de un zapato que lo quiere aplastar. A excepción de su aparición ese día, a la hora del sepelio de la abuela Juana, veía a su tía cada primavera cuando él cumplía años. Tras el saludo le entregaba el regalo, después recorría la casa sin pronunciar palabras; y al ver que todo estaba en orden, tomaba el picaporte del zaguán y cerraba la puerta tras de sí con un una fuerza tal que hasta los cuadros de la sala cimbraban. En ese violento golpe descargada su enojo culpando a su madre de ‘insensata’ por permitir que el hijo se casara con esa mujer y que vivieran en su casa. Ella se avergonzaba tanto que los nervios  le pellizcaban el estómago en cualquier reunión donde se tocaba el tema familia.

Las palabras de su tía habían chocado de lleno en su pecho. No necesitaba que le dijera eso, él sabía cuál era su rol. Había aprendido a respetar y amar a sus padres. Transitó años de terapia para aceptar su realidad. Años de entrar destrozado, enojado, triste o alegre, con la cabeza cargada de preguntas sobre la vida, la familia.  Atravesada el tiempo que duraba la sesión hablando de sí. Valerio, su sicólogo, lo escuchaba y cada tanto tomada una libreta del escritorio y anotaba algo que él nunca le pregunto qué, pero suponía que serían palabras claves que lo pintaban de cuerpo entero o que significaban algo que deberían seguir trabajando en la terapia. La expresión del profesional parecía no variar aunque le contara que había pasada el más vergonzoso de sus días o que se había divertido leyendo a Fontanarrosa y le contara lo que más le había causado gracia.

 

Esa mujer, su tía, no tenía derecho a decirle cuál debía ser su misión cuando murió la anciana. Había asumido ese cuidado  hacía varios años, cuando pudo vencer en la terapia con Valerio el miedo  que le cortaba la respiración, al admitir, aceptar y permitirse amar a su mamá y a su papá, tal  como eran.

Dos años antes, para la ceremonia en que iba a recibir el título de médico, Martín  pidió a sus padres que lo acompañaran. Ambos faltaron con aviso a la cafetería. Llegaron apurados al salón de actos porque su mamá se había retrasado en la peluquería. Silvita, la joven enamorada y amada lo estaba esperando. Cuando divisó la cabeza de Martín por encima de los presentes fue a su encuentro y quedó petrificada al ver que los padres de él tenían el síndrome de down.

Nancy Banchero

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