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En mi país… los nombres nos condicionan

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Marciano Durán

Por el escritor Marciano Durán

Y nos llamamos distinto.
Claro que nos llamamos distinto.
Después de todo la gente en Corea se llama Min-Ho, Ji-Hoon o Hyun-Woo, en Rusia se llaman Alexey o Dmitry, y en Senegal tienen nombres como Abdou o Jawara.
¡Claro que nos llamamos distinto!
Lo que quiero decir es otra cosa.
Digo que en mi país nos hemos dado maña para marcar nuestra identidad también desde las Cédulas.
Nos llamamos como somos.
Desde siempre.
Yo recuerdo que las abuelas de mi barrio tenían otros nombres: Clotilde, Josefa y Adela. Aurora, Ofelia y Amalia. Justa y Brígida.
Y los maridos de ellas se llamaban Nepomuceno, Cipriano, Bonifacio, Casimiro, Nicasio y Epifanio.
Sugerile, solo sugerile a tus hijos que le pongan un nombre de esos a un nieto tuyo y en diez minutos estás internado compulsivamente.
Eso sí, cuando se trataba de nuestras abuelas y abuelos, nos importaba un pomo cuáles eran sus nombres, porque enseguida los rebautizamos Tata, Iaia, Lala y Abu.
Y al tiempo llegó la siguiente generación.
Nuestras hermanas comenzaron a lucir con orgullo nombres
Como Mariana, Teresa, Susana y Raquel. Nuestras primas eran todas Anas, Sonias, Silvanas y Cristinas.
Entonces, las madres —que todo lo saben— cuando quisieron tener hijas maestras, escribanas o doctoras, llamaron a sus hijas Beatriz, Ana María, Alicia y Graciela. Así de fácil. Cuando las anotaban en el Registro Civil ya les entregaban el título junto a la partida de nacimiento.
Claro que hubo otros nombres que se pasearon por las calles de mi país.
Por ejemplo, un día alguien se dio cuenta de que su hija iba a deslumbrar si se llamaba Sandra, Claudia o Patricia.
Y no le erró.
El tipo del Registro las inscribía con uno de esos nombres y enseguida les daba un carnecito que decía: “Nunca, pero nunca te vas a quedar sin bailar”.
Y así era.
Si llegabas media hora tarde a un baile, olvídate de bailar con alguna de ellas; todas las Claudias, las Patricias y las Sandras giraban en la pista desde la primera pieza.
¿Por qué?
No lo sé, pero lo cierto es que siempre ha dado gusto ver a una Patricia alejarse.
Y con las Claudias funciona al revés. De la mujer de Poncio Pilato para acá, pasando por la Cardinale, la Lapacó, la Shiffer o la Fernández, las Claudias se acercan mejor de lo que se alejan. Y las Sandras… Imagino que son todas hijas de las eternas amantes del bocón de “Dame Fuego”.
Como dice Rada: “admirar las tradiciones que hacen grande a mi país; las Patricias, las Claudias y las Sandras”.
Otro problemita que hemos tenido es que cada poco nos embalamos con alguna letra. Por ejemplo, por los años 40 y 50 a los padres se les ocurrió internacionalizar a sus hijos.
Precursores de la “www” con la que ingresamos después al mundo de Internet, empezaron a aparecer por nuestras escuelas los Washington, Walter, Wilson y Wellington. Los Waldo, Walberto, Waldemar, Wilfredo, William, Wilmar y hasta los Wiston.
Supongo que todos conocemos a alguno de ellos. Los ayudo a ubicarlos: son los actuales abuelos de los Máicol, los Yónattan y los Braian.
Con las mujeres pasó lo mismo.
Deslumbrados por la Hepburn, la Taylor y la Temple, castigaron a sus hijas con nombres como Catherine, Elizabeth y Shirley. Les presento a las abuelas de Yénnifer, Daina y Jessicas.
Por los 50 con la llegada del cine francés nos tupieron a Jacqueline, Edith, Ivonne, Margot, Solange y Marie-Claire.
Y treinta años después, recién salidos de la dictadura, a las madres y a los padres se les ocurrió llamar a los varones Nicolás, Rodrigo, Sebastián y Santiago.
¡Todos los niños se llamaban así!
“¡El penal lo tira Nicolás!”, gritaba el técnico del baby fútbol, y arrancaba una excursión de niños para el área contraria.
Les habían puesto esos nombres porque eran largos, sonoros y con una gran personalidad, pero luego los llamaban Nico, Ro, Seba y Santi.
Las niñas fueron todas Carolinas, Agustinas y Valentinas.
“Carolina, ¿puedes leer la página tres por favor?”, decía la maestra, y arrancaban a leer cinco chiquilinas.
Cómo habrá sido, que, de tres mujeres que nos quieren leer desde el sillón presidencial ¡dos son Carolinas!
Y algo extraño sucedió con tres nombres: los Carlos, los José y los Pedros. Los tres nombres consiguieron atravesar las distintas generaciones.
Todos tenemos un tío, un primo o un vecino que se llama así. Y en todas las generaciones, los Carlos a los que le dijeron Carlitos se convirtieron en buena gente. Los que no consiguieron pasar esa barrera quedaron en deuda con la sociedad y seguramente con el carnicero.
Yo desconfío mucho de los Carlos que nunca fueron Carlitos. Ejemplo: Carlos Rohm, Juan Carlos Blanco, Carlos Daners, Carlos Reyles, Juan Carlos Payseé, Carlos Vaz Ferreira.
Esos son todos Carlos.
Y, sin embargo, Carlitos Roldán, Carlitos De Lima, Carlitos Bueno y Carlitos Gardel, a poco de crecer abandonaron el Carlos.
¿Si estoy seguro?
Claro. Solo hay que pensar en los Carlos que conocemos y ver si les decimos Carlitos.
Y lo mismo sucedió con los Pedros y los Pedritos.
¿Han visto algo más bueno que un Pedrito?
Para entenderlo mejor: Pedro Bordaberry, Pedro Picapiedra, José Pedro y Juan Pedro Damiani Nunca serán Pedritos.
Yo no le prestaría plata a un Pedro que no sea Pedrito.
Y a los José les pasó lo mismo. No si hay algo peor que un José al que no le digan Pepe: José Peirano, José Rohm, José Nino Gavazzo.
¿Y los Pepes?
Mujica en los 60 era José, cuando llegó a la presidencia se transformó en Pepe.
El Pepe Sasía, el Pepe Guerra, el Pepe Urruzmendi, el Pepe Vázquez, el Pepe Delía.
El premio se lo lleva el Pepe Schiaffino, que consiguió ser Pepe siendo Juan Alberto.
No hay dudas de que en mi país nos llamamos distinto.
Hubo un tiempo en que les pusimos profesión a los nombres.
Así todos los Cono se convirtieron en futbolistas de Florida, los Manuel en bolicheros de Montevideo y los Samuel en tenderos del Chuy.
Los que quisieron que sus hijos fueran basquetbolistas les pusieron Ramiro, Óscar y Omar. Los que se la jugaron por tener hijos buena gente los crucificaron con Jesús, Ángel, Rosario y Belén.
Los que soñaron con relatores de fútbol los llamaron Víctor Hugo, Walter Hugo, Carlos María, Luis Víctor, Julio César o Javier. Los que odiaron a sus crías los llamaron Gilberto, Simeón y Cornelio.
Y así como en los 40 se puso de moda la letra W, medio siglo después le tocó a la F. Por esos años todos nos llamamos Facundo, Fabio, Felipe, Florencia, Fabiana, Fabricio y Fernanda.
Eso sí, donde nos exprimimos la cabeza fue en el fútbol. La selección del 24, de 18 jugadores tenía seis Pedros (Arispe, Casella, Cea, Etchegoyen, Petrone y Zignone). La del 28 tuvo otro tanto. De ahí seguramente llegaron los Pedros de los 60 y 70 (Rocha, Grafiña, Pedrucci y algún otro). Hoy es más difícil descubrir un Pedro jugando al fútbol que encontrar un futbolista de bigote.
Cuando, a fines de los 70 y comienzos de los 80, empezamos a ver por la tele cómo aparecía, crecía, se proyectaba y triunfaba Maradona, todos quisieron tener un hijo que jugara así.
Los mundiales desde el 82 al 94 llegaron en horarios extraños a mi país.
Nacidos en esas noches de espera de partidos mundialistas, los Diegos dijeron presente en la siguiente década en las canchitas de baby fútbol. Me refiero a los Godín, Forlán, López, Lugano, Pérez, Laxalt, Dorta, Arismendi, Ferreira, Polenta, y tantos y tantos Diegos que transpiraron la camiseta por todo el país.
Pero en lo que realmente nos destacamos del resto del mundo fue en la política. Esto lo contás en Europa y dicen que es mentira. Si alguien se aviva te hace una serie de Netflix.
“El milagro de los nombres” podría llamarse o “La sociedad que se atreve”.
La historia es esta: los que se llamaban Rodney, León, Fidel o Vladimir, no tuvieron más remedio que ingresar al Frente Amplio en el año 71. El nombre los acorraló. No les dejó alternativa.
Ellos se dieron cuenta de que con esos nombres era inevitable ser izquierdista, porque sabían que contra el destino nadie la talla.
Entonces llamaron a sus hijos Ernesto, Germán, Líber, Tabaré y Camilo.
Claro que los demás no se quedaron atrás.
Por esos años todos los que se llamaban Aparicio, Leandro, Carlos Julio y Juan Andrés… ¡se volvieron blancos! Y llamaron a sus crías Álvaro, Luis Alberto y Juan Martín.
Mientras tanto los César, los Julio María, los Juan María y los Lorenzo se pusieron colorados.
A los que les pusieron de nombre Gilberto, Gregorio, Máximo, Basilio o Guido se volvieron militares.
A todos los políticos del Partido Independiente les pusieron Pablo y Gerardo (en este caso no es una forma de decir, es un recuento puntual).
Lo cierto es que en mi país… Los nombres nos condicionan.
Te lo digo yo.
Mi nombre no me deja mentir.

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