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La apuesta

Tiempos de isleños. Relato sobre una mujer que vale tanto como una partida de truco.

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Representaba más que los 25 años que tenía. Le habían puesto un nombre geográfico: España. Era petisa, gordita y con una cara de luna llena, que salpicada de tierra no dejaba ver la blancura de su piel; resaltaban sus verdes ojos. El cabello rubio, ondulado, le llegaba a los hombros, enmarañado como nido de loro, abultándole la cabeza.
Conoció a Rolando, su último compañero y padre de sus seis hijos, una noche en la isla, en la casa en que ella vivía con un hombre entrado en canas, en arrugas y en edad.
Cuando el horizonte chupó el rabioso sol del verano y comenzó un ensordecedor zumbido de mosquitos, Rolando cruzó el río en su canoa a remo para visitar a su amigo isleño, compañero de tragos y contrabando. En el trayecto se pegaba golpes con una rama de ceibo para evitar las picaduras de mosquitos. La fuerza que necesitaba para empujar los remos en el agua, y el calor que persistía, le inundaban de hilos de transpiración, aumentando la comezón en las manos y la cara, allí donde más se habían ensañado los malditos insectos.
Se encontró con la sorpresa de que el viejo tenía mujer. Para festejar la llegada de su amigo, el isleño le pidió a España que sacara de debajo de la mesada de la cocina una damajuana de vino y fritara unas postas de pescado. Ambos hombres tomaban el tinto desde el pico del pesado envase, que comenzó con diez litros y en pocas horas quedó vacío, yendo la mayor parte al estómago de ambos. Cuando el violáceo líquido superaba la capacidad de sus tragos, se les escapaba de la boca y regaba el pecho de sus camisas, y se lamían la pera a las risas. En la euforia del alcohol, el viejo invitó a Rolando a jugar un truco: él apostaba a España, y Rolando debía apostar la canoa.
España escuchó que su hombre la usaba de apuesta y se le cayó el tenedor en el sartén donde estaba fritando el pescado, lo que impregnaba el rancho de un olor a grasa rancia que se mezclaba con el del humo que salía de las leñas en llama; giró la cabeza para ver si habían notado su torpeza y se dio cuenta que ella no importaba en ese momento, pese a que era su destino el que estaba en juego. Terminó de cocinar las postas, se limpió las manos en el vaquero, sacó los aboyados platos de aluminio para la cena, pero no logró ponerlos en la mesa porque los hombres estaban solo interesados en el truco. Silenciosamente se retorcía las manos, resbalosas de grasa por la fritura y por la transpiración que su cuerpo emanaba desde el instante que escuchó que su futuro dependía de un mazo de sucias cartas. Se sentía aturdida, su mente no llegab a a comprender cómo podía valer lo mismo que una canoa: un montón de tablas gastadas, aunque éstas, como ella, con olor a pescado y a agua dulce del río.
Rolando repartió las cartas. El viejo, con el pucho pegado a la lengua, al que pasaba de lado a lado en la boca como si de esa forma le sacara más humo al tabaco, se puso nervioso al ver sus cartas. Achicó los ojos como queriendo ver mejor en esa noche alumbrada por el candil, que alargaba las sombras y las mezclaba con las manchas de hollín del humo que trepaba de la cocina a leña, que él había comprado hacía unos siete años en un remate. Se levantó tambaleante como si tuviera huesos flácidos, fue hasta la puerta de su rancho, miró la canoa que el río zarandeaba de un lado a otro, se dio vuelta, miró a España que estaba con los ojos clavados en él sosteniendo la fuente de pescado en sus manos, y se acomodó nuevamente en la silla de paja. No bien se sentó, Rolando a las risotadas le gritó: ¡“Envido, viejo pícaro”! El isleño se quedó serio, pensó un instante, y de golpe se lanzó también a reír, tosió atorado por el catarro de décadas de tabaco, y respondió con otro grito: ¡Falta envido!
31 dijo el visitante, y el viejo, caliente como la grasa que ardía en el sartén, sin dejar de compadrear, pero bajando el tono, respondió: “Son buenas” y tiró las cartas sobre la mesa, admitiendo su derrota. Ambos hombres se levantaron y se abrazaron, mezclando sus olores agrios de vino, transpiración y humo. Usaron sus brazos como estacas para no caerse por el alcohol que les había entreverado la mente y aflojado el cuerpo.
A España se le cayó la fuente de las manos cuando el isleño de espalda encorvada, con profundos surcos en las ásperas manos de dedos gruesos, sin abrir pelea, se deshizo de ella como si se tratara de pescado podrido. Se estremeció al pensar que debía dejar la isla a la que estaba acostumbrada e irse con un joven desconocido, llamado Rolando un tipo huesudo, alto, de boca grande, labios anchos, de piel tostada y curtida por las escarchas y el sol. El viejo se dirigió hasta donde estaba España, le pellizcó la nalga derecha y la empujó hacia Rolando.
—¡Ché, compañero! ¿Me podrías dejar la canoa? ¿No?
Rolando lanzó un escupitajo y lo aplastó en el piso de tierra haciéndolo desaparecer.
Nancy Banchero

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