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La curiosidad mató al gato

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Martín Belzunce*. Me quedé parado en el bus, cerca de la puerta, de forma de estar listo para bajarme cuando ellos lo hicieran. Por suerte no había ningún carrito para bebés ni carros de las compras que me bloquearan, algo raro en el tramo de Camberwell a Brixton. Además, desde ahí los podía observar con tranquilidad y a una distancia prudencial, sentados uno junto al otro, mirando hacia adelante, inmutables, ambos vestidos con el mismo jean y buzo azul tipo canguro o “hoodie” como le dicen los ingleses. Como siempre que los había visto, no se miraban ni dirigían la palabra.
Ese día seguí mis impulsos, algo raro en mí, y me subí al bus para seguirlos, solo por curiosidad, y eso que mi madre siempre me decía aquello de que la curiosidad mató al gato. Tal vez más que curiosidad fue un intento, fallido pero intento al fin, de superar viejas obsesiones. Un minuto antes estaba esperando el bus 35, cuando los vi pasar por mi costado y entrar en el 45 que se encontraba cargando pasajeros. Sin pensarlo, me subí inmediatamente, justo cuando se cerraba la puerta del bus, tan justo que parte de mi campera quedó atascada. El conductor tuvo que volver a abrir la puerta pero igual, a pesar de esta segunda oportunidad de tomar una decisión racional y bajarme del bus, me quedé arriba. No sabía hasta dónde iba a llegar con esta estupidez de seguir y observar esos dos personajes indescifrables. Seguramente me bajaría en Brixton y cambiaría de bus, pensé en ese momento.
La primera vez que los había visto fue en el verano, cuando caminábamos con Ana por la calle detrás de casa, la que siempre tomábamos para ir al Ruskin Park. Nos pasaron por un costado, andado mecánicamente, sincronizados, paso a paso, derecha, izquierda, derecha, izquierda, sin inmutarse. Los dos llevaban cola de caballo, su pelo era negro pero predominaban las canas. Tal vez no les hubiéramos prestado atención sino fuera porque iban vestidos idénticamente: unas bermudas azules, una chomba gris y unas zapatillas deportivas del mismo modelo. Eso me hizo mirar más detalladamente y notar su gran parecido físico. Comentamos que en realidad no eran idénticos, pero al estar vestidos iguales resaltaba su parecido. Tampoco era que hubiese demasiado para comentar, y por unos pocos días me olvidé de ellos.
La segunda vez venía solo y me dejó con una sensación desagradable en el cuerpo. En Brixton, encontrarse gente rara, loca o perdida es moneda corriente, pero estos dos, sin hablar, sin hacer gestos, simplemente caminando, me perturbaban más que cualquiera de los otros personajes habituales de la zona. Ni siquiera ese muchacho que aparecía de la nada y te gritaba “spare change”, mirándote fijo con sus ojos de marciano, los más saltones que haya visto, había logrado ese nivel de perturbación. Esta vez yo iba corriendo dentro del parque, cuando a lo lejos los vi. Los reconocí a unos 100 metros por su vestimenta, que nuevamente era exactamente la misma. Como ellos venían hacia mí los fui estudiando durante varios segundos hasta que nos terminamos cruzando. A medida que me iba acercando, pude ir viendo con más detalle sus rasgos y, esta vez sí me pareció que eran gemelos, realmente idénticos. Ni los años, ni las diferentes experiencias de vida, habían logrado cambios en sus cuerpos que los diferenciasen. Se podía decir que eran dos copias exactas. Eso me dejó reflexionando, inmerso en mis pensamientos, mientras los kilómetros pasaban y pasaban…
“…Quizás son dos personas idénticas sin ser hermanos, como en El hombre duplicado de Saramago, o tal vez uno era el Doppelgänger del otro. Gonzalo, sé racional, la respuesta es una sola y simple, son hermanos gemelos”. Obsesivamente intenté encontrar una razón que justificara el comportamiento de estos dos misteriosos hombres…
“Pero si es así, -me dije entonces- ¿por qué van siempre vestidos exactamente iguales? Simple, porque tienen un trabajo donde tienen que explotar que son iguales, aunque si yo tuviera un hermano gemelo lo primero que haría sería cambiarme la ropa al terminar el trabajo. También puede ser que los gemelos piensen distinto y realmente se sientan tan unidos como para hacer algo así, ahora que lo pienso nunca conocí gemelos, solo varios mellizos pero no es lo mismo. Está bien, pero eso no responde por qué no se hablan ni se miran, pero puede ser que sea entendible si estás con tu hermano todo el bendito día… En cambio si fuera un doble exacto como en El hombre duplicado, yo creo que se hablarían aunque sea para insultarse, tal vez eso haya sido al principio, o por ahí un día se cruzaron y luego del primer impacto de encontrar en tu misma ciudad a alguien exactamente igual que vos y de reprimir el instinto de matar al otro, se pusieron de acuerdo para explotar su igualdad, incluso no trabajarían haciendo de gemelos, porque estos serían más cínicos y ventajistas, seguro andarían por Picadilly estafando gente con algún truco raro. La verdad que toda esta teoría es demasiada complicada y ninguna de las dos le da una razón a ese halo de sobrenatural que tienen. Si fuera una película de ciencia ficción diría que son extraterrestres que pueden replicar genéticamente una persona y ahora andan deambulando por la calle aprendiendo sobre nuestro mundo, la verdad que caminar por Londres no sería una mala idea para aprender un poco de la cultura humana. Y eso explicaría por qué van vestidos exactamente iguales, ya que sería lo más obvio para alguien que no es de este mundo, es la solución más simple y ellos no entenderían que eso llama tanto la atención como para que alguien le dedique todos sus pensamientos mientras corre y delira con teorías extravagantes. Aunque hay que aceptar que yo no soy cualquiera y esto de los dobles idénticos alguna vez me fascinó. Bueno, basta de delirios que ya le di cuatro vueltas al parque. Ahora que lo pienso no me los volví a cruzar ¿Habrán caminado tan rápido como para salir del parque antes que yo repita una vuelta? Bueno, para ser justos, no debería descartar de mis teorías la palabra maldita de mi niñez: Doppelgänger. Ya ni me acuerdo de qué se trataba exactamente, pero ese libro de leyendas nórdicas si que me marcó por un tiempo largo, al punto de tener miedo de caminar solo por la calle. El Doppelgänger era algo así como un doble al que si veías te ibas a morir. No, no, era que si alguien veía a tu doble ibas a morir. O era que los demás podían ver a tu doble y vos no y por eso se veía en fotos como un halo, tal vez una mezcla de todo eso. Ahora me acuerdo que también se decía que uno era la versión maldita del otro, algo así como un Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Tranquilo Gonza, no traigas miedos del pasado que ya sos una persona adulta, lo mejor que puedo hacer la próxima vez es hablarles y listo, un saludo o algo así y simplemente van a responder como dos personas comunes y corrientes.”
Todo eso lo pensé aquella vez mientras corría, pero como me pasaba siempre, me olvidé inmediatamente de todo al entrar a casa, al punto de quedar en el olvido por un par de semanas hasta que los crucé por tercera vez. Salía de casa empujando la bici con mis manos cuando los vi pasar justo frente a mis ojos, iguales que siempre, vestidos idénticamente, sincronizados, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Inmediatamente dije “Good Morning”, pero siguieron a su ritmo, como para echarle más leña al fuego de las teorías conspirativas. Ese día creí ver que uno de ellos me dirigió una mirada de socorro, pero quizás es un recuerdo artificial dado los hechos que vendrían después. Y ahora los tenía frente a mis ojos, sentados en el bus 45. Por primera vez tenía varios minutos para observarlos y a eso me dediqué los 10 minutos que duró el viaje, aunque no fueron del todo fructíferos. Me llamó la atención que nadie los observaba a pesar de su particular apariencia pero, por supuesto, todos iban mirando la pantalla de su celular. Me di cuenta lo fácil que es pasar desapercibido hoy en día, incluso aún más en esta ciudad donde la gente extravagante tampoco llama la atención. En el viaje lo único que noté es que sus miradas eran distintas, definitivamente tenían distintos estados de ánimo, a pesar de su comportamiento calcado e inexpresivo. Uno parecía sufrir la compañía del otro, mientras que el otro la disfrutaba.
Bajaron pasando el centro de Brixton y yo hice lo mismo, ahora más decidido a seguir con mi campaña de saber más de ellos. Por un lado, era mejor evitar las calles llenas de gente, en las que casi no se podía caminar y aún menos seguir a alguien; pero por otro, ahora tenía que guardar cierta distancia, pensé. Me llevaron por calles cada vez más desoladas, doblando casi en cada esquina, por lo que estaba totalmente desorientado, aunque en Londres hasta yendo derecho uno puede terminar perdido. Llegaron a una ochava, donde empezaron a bajar la marcha y finalmente entraron a un local a mitad de cuadra. Parecían haber llegado a destino.
Por lo que podía ver a la distancia era un pub. Me acerqué con un paso cauteloso, temiendo que volvieran a salir y me descubrieran. No había un alma en las calles que estaban completamente desiertas, ni siquiera había algún gato deambulando por ahí. Las casas, que se repetían una a otra, tan idénticas entre ellas como los muchachos a los que venía siguiendo, estaban en completo silencio. No se podía observar la presencia de gente en su interior, ya que las ventanas se encontraban cubiertas por viejas cortinas, tan llenas de polvo y amarillentas que era difícil imaginar en qué década lucieron blancas y nuevas. Me senté en el cordón de la calle, a unos diez metros del pub y sobre la vereda de enfrente, para tomar un respiro y decidir si debía ingresar. No sabía qué esperar dentro del mismo ya que estos pubs en barrios desolados siempre me dieron mala espina, me los imagino lleno de borrachos y delincuentes. De solo pensar en sus miradas posadas en mí al ingresar por esa puerta, mis manos empezaron a transpirar.
Luego descubriría que encontrarme con malandras y borrachos era lo mejor que me podría haber pasado y de ello me empecé a dar cuenta solo unos segundos después, al levantar la cabeza y ver que el pub ni siquiera tenía un cartel donde pusiera su nombre. Un escalofrío recorrió mi cuello, sentí cómo se erizaban los cabellos de mi nuca y mis pulsaciones se elevaban aún más que durante mis habituales entrenamientos. De todas formas me decidí a entrar, ya no tanto para ver qué era de esos dos muchachos idénticos, sino con el principal propósito de combatir mis miedos fantasiosos, que me resultaban tan ridículos en un hombre de treinta años. Ya frente a la puerta intenté observar a través de los vidrios biselados de las ventanas, pero lo único que logré ver fue mi cara pálida y mis ojos aterrados.
Posé una mano temblorosa sobre la puerta y empujé dando un paso decidido, pero las piernas me flaquearon y la vista se me nubló, casi al punto de desmayarme. El shock fue tremendo, como recibir un puñetazo a la mandíbula y una patada en los testículos al mismo tiempo. En las mesas y sobre la barra se encontraban alrededor de una decena de parejas idénticas, pero en todos los casos solo uno de ellos bebía cerveza. Todos se mostraban cabizbajos, mirando sus respectivas mesas en ese lugar que parecía centenario.
No había alcanzado a recorrerlo todo con la mirada, cuando desde la barra, con una gran sonrisa, el barman me dio la bienvenida “Wellcome! Curiosity killed the cat”, me dijo largando una gran carcajada.
Y entonces lo vi, saliendo lentamente detrás de la puerta del baño. Grité con un chillido tan agudo como el de un puerco en un matadero, pero luego fue todo silencio y resignación. Bebí un sorbo de cerveza que el bartender, todavía riéndose, me había servido hacía unos instantes. Bajé la cabeza, mirando la barra de madera con manchas añejas y hedionda a cerveza descompuesta, sabiendo que mi Doppelgänger, que ahora se sentaba justo a mi derecha, no me iba a abandonar hasta que él decidiera que era la hora, mi hora, de terminar todo esto.

*Nació el 6 de abril de 1983 en Mendoza, Argentina, solo por el miedo de su madre de parir en la inhóspita provincia de Santa Cruz. Es ingeniero en electrónica y tiene un doctorado en ingeniería. Integrante del taller de narrativa bajo la coordinación del escritor Enrique D. Zattara.
‘La curiosidad mató al gato’ fue publicado en el libro ‘Visitantes I’, selección de cuentos de escritores de habla hispana que gentilmente comparten sus obras con los lectores de EL ECO.

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