CULTURA
La Noche de la Neuralgia*
Por el escritor Marciano Durán
—¿Te parece, che?
—¡Sí, loco, daaale! Hace mil años que no salís a ningún lado. Es ahora o nunca, si no enganchás una mina un 24 de agosto en Uruguay no la enganchás nunca más. ¿Qué vas a esperar, macho? ¡Ya pasaste los 50!
Lo que me preocupaba un poquito era que no tenía claro cómo ir vestido.
En realidad, el único dato que tenía era que se trataba de una noche de recuerdos o algo así. No sé de dónde saqué que sería bueno ponerme “algo de época”.
Busqué en el ropero algunas pilchas que creí que nunca más usaría. Me apretaban de todos lados, me sobraba pulpa por cuanto hueco tenía la ropa: entre los botones de la camisa, entre la camisa y el pantalón, en los puños y hasta en los tobillos.
Un pantalón Oxford con faja, una camisa con shabot, un buzo elástico ancho, un par de zapatos con plataforma y un sacón de lana tejido a mano.
El Volkswagen me quedó bárbaro. Le pinté flores rosadas, verde limón y amarillas.
Frené arrastrando las ruedas frente a la entrada del club.
Juan me esperaba en la puerta.
—¿Qué te pusiste, animal? —dijo agarrándose la cabeza y sentándose a reír en un murito.
—Y… yo qué sé. ¿no me dijiste que era de recuerdos? —le dije acomodándome los gemelos de los puños.
—Bueno, dale. Adentro hay poca luz. Vamos.
Adentro de verdad que había poca luz y yo no estaba acostumbrado a ese clima de oscuridad y humo. La música sonaba demasiado fuerte para mi gusto y la gente saltaba mientras gritaba que estaba hecha un demonio.
—¡Uuuh! ¡Esa es la veterana que atiende en la Intendencia! ¡Si me ve vestido así, me muero!
“Zapatos rotos, zapatos rotos”, gritaba en el medio de la pista un gordo al que la barriga se le asomaba colgando por delante del cinturón. Quiero decir… me imagino que, atrás de eso que colgaba como un agua viva gigante, habría un cinturón y una hebilla tratando de ajustar algo.
—¿Qué es ese olor? —me preguntó Juan con cara de asco.
—555 —le dije casi en secreto—, Polyana 555. Me puse un poquito. Pensé que…
—¡Mirá, Pedro! Mirá esa mina en la mesa cómo te relojea. Está solita. Caele, Pedro, caele —me dijo Juan ayudándome a sacar el sacón de lana escardada.
Me le acerqué pegando saltitos al compás de “Salta, salta, salta pequeña langosta” y antes de llegar le dije con tono canchero:
—¿Danzamos en la nostalgia? Mirando las vidrieras te encontré, estoy hecho un demonio, me gusta la noche, me gusta el bochinche… y no puedo parar.
—No te enojes —me dijo sin soltar el vaso de Martini, —pero desde que llegué no paro de pensar en los niños; los dejé con el padre. Yo estoy divorciada hace años. Estoy segura de que están extrañando… Disculpame, está sonando el celular, han de ser ellos.
Y se fue para el patio dejándome parado en el medio de la pista… solo… mientras Los Iracundos repetían una y otra vez que la lluvia caería y que luego vendría un sereno.
—¡Allá! —dijo Juan—. ¡Allá, en la mesa contra la columna!
Botas de cuero hasta las rodillas atadas con cordones, bufanda que le cubría la boca y la nariz, guantes forrados, gorra de lana y Montgomery prendido con palitos.
—Un muchacho como yo, que dice lo que siente. Y una chica como tú… ¿baila? —le pregunté.
—D-d-d-dee frrrrío ba-baa-babailo —me contestó—. No sé a qué diablos vine. Hacía diez años que no salía y s-s-s-se-sse me ocurrre v-v-v-ennir hoyy que está cayendo una helada que ni te cuenttto. Disculpame, no bailo. No es por tu cara… es por mi reuma.
En la pista una flaca levantaba el brazo derecho y, cuando lo iba bajando por atrás, ya comenzaba a levantar el izquierdo por delante. Era una especie de molino de viento, pero con movimientos mecánicos; cuando se le destrancaba un brazo, el otro entrefenaba. No estaba allí, estaba en el club de su adolescencia. Cerraba los ojos, pisaba a todo el mundo y golpeaba a los más cercanos, mientras en su cara se dibujaba claramente que ella no estaba allí, estaba en los 70, en algún lugar de este país que no era precisamente ese lugar.
—Hola —le dije a una petisa fortachona, de minifalda, gargantilla y aros plateados.
—Tu ruta es mi ruta—le susurré—. Cómo olvidar tu pelo —le agregué—. Qué chica tan linda que venden aquí. Movete, chiquita, movete —dije, y me preparé para abrazarla y empezar a bailar.
—No lo tomes a mal, pero con toda esta luz no bailo… Se me notan las várices.
—Bueno… te tomo la palabra para los lentos. Cuando apaguen las luces, vuelvo —le dije entrecerrando los ojos.
—¡Nooo! —me contestó—. ¡Con la luz negra se me notan las canas y hoy no me pude hacer la tinta!
Mientras los Bee Gees aparecían por tercera vez en los parlantes, me acerqué a una mesa donde dos chiquilinas de treinta y pico conversaban animadamente.
—¡Qué suerte que se me ocurrió traer el cuaderno de Micaela! En aquella mesa está la maestra de las niñas. ¿Conseguiste material de la fundación de Colonia? —preguntó una de ellas colocando una mochila entre los vasos y las botellas arriba de la mesa.
—Sí, anotá. Fueron los españoles en el 1680 y… Mejor esperá que terminen con los lentos: apagaron las luces y estoy haciendo una letra horrible. Vale me mata. ¿Cómo estará?
—Espero que durmiendo. Vamos hasta el patio y llamamos desde el celular. Disculpe, señor… ¿usted precisaba algo?
—No… eeeh… que no fueron los españoles, fueron los portugueses —les dije mientras Barry White hacía amasijar a una pareja en el medio de la pista. Parecía que se habían conocido recién o que hacía 20 años que no se veían. Era el kiosquero de acá a la vuelta, apretaba con la esposa como si
no la viera nunca a solas. Se tocaban y besaban a pesar de los vasos de whisky en las manos, y se pechaban permanentemente con la flaca de las botas rosas que seguía bailando sola.
La de los hotpants estaba buena, pero no había parado de toser desde que llegó. Aparte… con las plataformas que me había puesto, calculé que la cabeza me daría en el ombligo.
Mejor invito a la de bobito rosado.
—Hola. Amor y paz. —le mandé—. Soy tu muchacho de bluyín. ¿Bailamos?
—Eehhh… sééé… —me dijo.
¡¡No podía creerlo!! ¡Había enganchado algo! Los Creedence sonaban con fuerza y me invitaban como nunca a moverme. Ni siquiera me había parado aún frente a ella para empezar con el pasito que ensayé toda la tarde, cuando se me acercó y me susurró al oído con voz acaramelada:
—No te enojes ¿no…? pero tengo cistitis. Mejor dejamos y conversamos en la mesa. Con este frío tengo que ir al baño a cada rato.
Me escapé apenas pude y con Aretha Franklin me empecé a apretar a una morocha de pelo inflado como el de Sofía Loren.
Arranqué a bailar en la terraza metiendo la pierna derecha entre las piernas de ella y tirándome hacia atrás mientras ella apoyaba inevitablemente su cuerpo sobre el mío. Le estaba preguntando si le gustaba más la jazz o la típica cuando sentí el grito de:
—¡Mamááá, ridícula! ¡Vamos, que son las tres!
—¡Mis hijos! —dijo horrorizada, y me puso el cigarro prendido en la mano para que no la descubrieran fumando.
La mano quemada, los tobillos torcidos por culpa de semejantes plataformas, el alcohol dando vueltas en la cabeza, el pantalón tratando de estrangularme la barriga, los callos pulsándome como una baliza intermitente, el gordo refregándome su abdomen traspirado, los celulares sonando insistentemente, la flaca del molino golpeándome con sus pulseras, la del bobito pisándome camino al mingitorio…
Se terminaba la noche y no había conseguido bailar ni un solo compás, así que volví por la única que nadie había sacado a la pista: la de los hotpants.
Y allí estaba.
Se había dormido sentada, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa.
La sacudí varias veces, pero no pude despertarla.
Entre sueños y ronquidos decía algo del exmarido, del BPS, de unos pañales geriátricos y de la feria del domingo.
Como antes… otra vez volví a mi casa cansado y sin bailar.
Y sí… Sigo siendo el mismo banana de los 70.
* Publicado en el libro “La cuestión es darse maña” (2008) y llevado a las tablas por varios grupos liceales, entre ellos, los alumnos del Liceo Nocturno de Florida.
El Grupo de Teatro Fernandino lo presentó con la dirección de Oscar Tihista y las actuaciones de Alberto Praino, Juan Carlos Mancebo, Cecilia Bonilla, Emith Telechea y Raquel Sagristá.
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