CULTURA
Uno como cualquiera
Alfredo Zaldúa*. Desde un buen rato la lluvia se insinúa. En realidad, hasta ahora, no ha hecho más que jugar a “La mancha”. “Toca” con algunas gotas y se va. Sugerente, tal bella dama que se hace desear, sólo ha dejado algunas huellas leves. Especialmente ese olor que emerge de la tierra polvorienta tocada apenas por su caricia de alquimista.
La lluvia, lo que se dice lluvia, demora.
Se hacen las diez de la noche y por fin llega con un poco de viento. El golpeteo de las ventanas que están abiertas de par en par y el portazo que retumba en la pequeña vivienda, son efectiva carta de presentación. De inmediato, cualquier otro sonido ajeno a la tormenta es inaudible. Los compases del agua dejan oír su sinfonía sobre el techo de chapas.
El hombre reabre una de las ventanas, levanta la estera de junco, recibe el fresco del viento y con él la salpicadura de algunas gotas. La bocanada de aire hace que el almanaque dé un corcovo colgado de la pared para después balancearse como un péndulo. El tiempo climático juega con el cronológico.
Sobre la arboleda, el resplandor de las luces del pueblo se opaca cada vez más hasta desaparecer detrás de la cortina de agua.
La cena ya está pronta. Un poco de pescado que sobró del mediodía, agua y galleta, componen el menú. Por allí tiene todavía una botella de vino pero la deja para cuando le palpite. Nunca ha sido aficionado a la bebida aunque, si cuadra, no tiene reparos en tomarse una copita.
La radio se oye distorsionada e intermitente. Las pilas ya no dan más a pesar de que el generoso sol de la mañana, le permitió ponerlas a recargar bajo sus rayos, pese a no estar muy convencido de que eso dé resultado pero también seguro de que con probar no se pierde nada.
No es habitual en él esta costumbre ni le ha dado de golpe una crisis de amarretismo sino que el bolichito de la playa, que no se caracteriza por tener sus estanterías cargadas de mercadería, no tenía pilas.
—Justo se me acabaron —le había respondido el almacenero. Respuesta común cada vez que no tiene algo, que es la mayoría de las veces. Tampoco él había tenido ganas de ir hasta el pueblo por un juego nuevo.
A la deficiencia energética se le suman las descargas eléctricas.
La lluvia cae intensa y monocorde. Cada tanto un trueno con hueco sonar de aplausos, parece celebrar el fenómeno de la naturaleza. El tronar, lleva al hombre hasta su niñez cuando en las noches de tormenta, a la impetuosa aparición de un trueno, siempre magnificada por la fantasía infantil, sus padres le daban calma restándole importancia con un “es San Pedro jugando a las bochas” o “es Dios corriendo los muebles” sin llegar a comprender del todo aquel “¡Santa Bárbara bendita!” que, exclamado con sobresalto, se le escapaba a veces a su madre.
Otro fogonazo en el cielo. Otro recuerdo. Este más cercano. El de cuando con sus niños se sentaba en el umbral a jugar a llamar a los truenos.
La espera. La benévola trampa del pestañeo cómplice de un relámpago para el “¡Ahora!” que servía de contraseña. Los pequeños a coro gritaban: “¡Trueno!” y el cielo se despachaba con una no menos cómplice carcajada de ogro bueno.
*Escritor, poeta, dramaturgo y periodista. Nueva Palmira. Columnista de EL ECO. Lo publicado es el capítulo IX de su libro “Uno como cualquiera” (Rastros camuflados de una misma novela)
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