SOCIEDAD
El clamor de un uruguayo: “¡mamá, déjame morir!”
Pablo le repite desesperadamente a su madre: “¡Me quiero morir!”, como el papá de Florencia (ver nota aparte), pone a la sociedad uruguaya de cara a la eutanasia: sí o no a la muerte voluntaria, asistida, en situación terminal. En junio o julio el parlamento abordará el tema eutanasia, mientras tanto se hacen oír voces.

EL ECO se comunicó con el colega Tomar Ureica pidiendo su autorización para transcribir parte del relato que publicó en la edición de El Observador del 12/5/2025:
Pablo solo es feliz mientras duerme. Cuando despierta, en ese mismo cuerpo inmóvil en el que se siente “enjaulado” desde hace más de tres años, repite:
—¡La puta madre! ¡Otra vez esta pesadilla! ¡Me quiero morir!
Pablo solo quiere morir, o que lo ayuden a morirse cuanto antes. Pero su mano inerte es incapaz de sostener una cucharita de café, mucho menos un revólver con el que pueda cumplir su anhelo. Pablo solo quiere la eutanasia.
Hasta marzo de 2022, Pablo Canela era otro Pablo, en Uruguay. Era un diseñador gráfico multipremiado por sus logos del centenario del Automóvil Club del Uruguay o de personajes de series de televisión. Le gustaba la noche, las fiestas electrónicas y su novia. Era un “ateo” devoto del Club Nacional de Football. Era sano, un pibe de 35 años, lo que se dice “normal”.
Primero empezaron los mareos. Luego los pasos torpes. La botella de refresco que se patina de las manos. El resbalón en la ducha. Su cerebelo, ese órgano que controla el equilibrio y los movimientos del cuerpo, empezó a fallar. Los médicos le diagnosticaron ataxia cerebelosa ideopática. Un nombre rimbombante para definir la afección del cerebelo por causas que se desconocen. No había tenido un virus, ni un problema inmune, ni la enfermedad de Freidreich, ni una alteración genética.
No hay explicación, tampoco cura ni reversibilidad
En menos de cuatro meses —una velocidad que sorprendió hasta el más experimentado de los neurólogos que lo atendieron— su cuerpo quedó inmóvil. Los pensamientos, no.
En los test de psicología occidental la muerte está asociada al color negro, a la oscuridad. Pablo, sabedor de diseño gráfico, la piensa distinto:
—Hablan de que la muerte es irreversible, pero capaz lo que le sigue es mejor. Seguro es mejor que mi estado actual, nada puede ser peor. Así que imagino la muerte como la paz, como el blanco, como esa ausencia de color que da el descanso. Quiero descansar.
Cuando llegó el clamor
Mónica, la mamá de Pablo, no recuerda con precisión cuándo fue la primera vez que su hijo le confesó que quería morirse. Le suena que al principio no le creyó. Desde que la ataxia cerebelosa se adueñó de su “tesoro más preciado”, cada tanto Pablo gritaba:
—¡Mamá, me quiero morir! ¡Mamá, dejame morir!
Pero hace cerca de un año —después de meses de psicoterapia y cuidados paliativos— la petición de Pablo adquirió otra impronta. Ya no era el quejido por un “momento bajón”, ni un decir al aire. Pablo se rindió. Pidió que le desenchufaran la tele en la que veía a Nacional o el Barcelona, que no le dieran más anticoagulantes y largó “a la mierda” la decena de medicamentos que le administraban a diario. Entendió que su derecho también es una muerte digna, transitada junto a sus afectos, al costado de su gata Chiara, y ejecutada por profesionales que le eviten más dolor.
Para Mónica, la mamá de Pablo un hijo nunca es una carga. Nunca se le hubiese cruzado la idea de que Pablo dejara este mundo antes que ella. Solo fue aceptando que llegó el momento de poner fin al “sufrimiento insoportable” que padece su hijo. Fue comprendiendo que, aunque su “cuerpo es una jaula”, su mente sigue siendo la de un hombre de 38 años que toma las riendas de su destino. Su voluntad.
Si este uruguayo tuviera menos de 18 año no podría hablar de eutanasia –aunque no exista-, tampoco podría hacerse entender que quisiera terminar con su vida, si estuviera en estado vegetativo.

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