SOCIEDAD
En Memoria de Enrique D. Dussel Ambrosini (1934-2023)
El pasado domingo del mes de noviembre vio partir a Enrique Dussel. A poco más de un mes de alcanzar los 89 años, el filósofo argentino-mexicano fue, sin la menor duda, uno de los filósofos de mayor trayectoria que ha testimoniado nuestro continente.
Por Martín Fleitas González (1)
Nacido un 24 de diciembre de 1934 en la provincia de Mendoza, Dussel fue conocido por desplegar una incansable tarea intelectual entretejida por itinerarios teológicos, históricos, y especialmente filosóficos, en aras de comprender y criticar nuestro presente. ¿Cómo hemos llegado, los habitantes del continente americano, a estar en la situación en la que estamos? ¿Cómo podríamos cambiarlo si, a fin de cuentas, no somos capaces de comprenderlo correctamente? Si no se conocen los materiales con los que estamos hechos, pocos (o ningún) moldes podremos luego importar y ensayar con éxito.
Persiguiendo esta agobiante empresa fue que de joven ingresó en la Universidad Nacional de Cuyo para estudiar filosofía. Poco después, sin embargo, fue carpintero en Nazaret, Israel, junto al sacerdote Paul Gauthier, y por esas vicisitudes de la vida, aquella experiencia sería la que le permitiría luego introducir en nuestra filosofía una muy atinada observación: aquello que hemos venido entendiendo bajo el término de «modernidad» no sería más que una ilusión, tremendamente perjudicial para los americanos, en la que Europa se apercibe creadora sui generis del progreso, de lo avanzado, de lo nuevo y mejor, del modelo a emular para el resto del mundo.
¿Cómo llegamos a esta idea? Pues porque Dussel supo darse cuenta rápidamente de que Europa, y su fallido modelo civilizatorio (no olvidar los campos de concentración), no podría haberse siquiera pensado sin antes extraer del resto del mundo cuerpos humanos, mano de obra, recursos naturales, animales, plantas, cueros, etc.: sirva un rápido vistazo al Museo Británico para comprender lo elemental de esta observación. Pero Dussel tuvo que confirmar esta sospecha. Realizando estadías en La Sorbona, en Alemania, y luego accediendo al Archivo de Indias de Sevilla, el filósofo argentino comprendía poco a poco la complejidad que se escondía en las entrañas de aquella bestia llamada «modernidad»: una que iba a caballo, cual jinete del apocalipsis, de la esclavitud, del racismo, del extractivismo, y de la colonialidad. Volviendo a su tierra nativa, Mendoza, en 1967, pudo articular estas inquietudes con cierta paciencia, participando en la conformación de una de las pocas formas de pensamiento filosófico que sólo pueden encontrarse en nuestro continente: la filosofía de la liberación. Apeado entre la teología y la historiografía, y haciendo pie en las teorías de la dependencia de la sociología latinoamericana de entonces, Dussel ingresó junto a Mario Casalla, Horacio Cerruti Goldberg, Rodolfo Kusch, Juan Carlos Scannone y Arturo A. Roig, entre otros, a un debate que por la década de los 60 se encontraba muy en boga en América Latina: ¿existe una «filosofía latinoamericana»?
El argentino entendía entonces que existía, efectivamente, y que nacía de la voz de aquellos que no tienen parte en la distribución de los beneficios sociales. La filosofía de la liberación estaba al servicio del pueblo, es decir, del conjunto de individuos oprimidos, pobres, excluidos, que podían apreciar en sus estómagos y en sus resignaciones la perversión de «la» modernidad capitalista, eurocéntrica, blanca y masculina. No se demoró, naturalmente, de acusar a este enfoque de populista, lo cual congenió, curiosamente, con sospechas provenientes de grupos paramilitares ya emergentes en la Argentina de entonces, al punto de sufrir junto a su esposa de un atentado de bomba en su casa, en 1973. De manera que el mismo año que vio la luz su libro Filosofía de la liberación, Dussel tuvo que buscar refugio en México, ingresando en la Universidad Autónoma de Metropolitana, y en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Radicado y estabilizado en aquel país que tan cálido demostraba ser para con los exiliados de las dictaduras del Cono Sur, Dussel demostró un inquebrantable espíritu sistémico, de esos que se creía extintos desde la soberbia filosofía de Hegel, dentro del cual la filosofía oficiaba de pura normatividad. Su interés por dar cuenta de cómo los americanos hemos llegado a ser quienes somos le empujó a reconsiderar su condena de la modernidad, protagonizando con ello uno de los momentos más importantes de la filosofía reciente: las ocho conferencias que dictó en la Johann Wolfgang Goethe-Universität de Frankfurt, Alemania, entre octubre y diciembre de 1992, recogidas luego en su célebre 1492: El encubrimiento del otro, a quinientos años del primer contacto mantenido entre América y Europa. Aquellas conferencias se enmarcaron en el celebradísimo intercambio que el filósofo argentino-mexicano mantuvo con Karl-Otto Apel, el fundador de la ética del discurso, a partir de un seminario que pudo ofrecer en Friburgo en 1989, gracias a la organización de Raúl Fornet-Bentancourt, dedicado a la «Filosofía de la liberación: fundamentaciones de la ética en Alemania y América Latina». A partir de entonces se desencadenó una seguidilla de encuentros (en México, Maguncia, Moscú, San Leopoldo y Eichstätt) en las que el argentino-mexicano y el alemán fueron poco a poco sedimentando lo que algunos años después sería identificado como un auténtico hito de la filosofía contemporánea: por primera vez, un filósofo germinado en el centro del «sistema-mundo» consideraba seriamente las críticas, los comentarios, y las tesis filosóficas de un filósofo forjado al calor del hierro de la miseria de la periferia. Y en medio de estos intercambios fue que aquellas conferencias de Frankfurt dejaban de ver a «la modernidad» como una maquinaria estrictamente perversa, para pasar a analizarla en perspectiva, detectando sus luces y sus sombras, y trayendo a la palestra la noción de «transmodernidad». Su profundo conocimiento teológico, historiográfico, y filosófico de la obra de Marx, le permitió en este contexto defender dos tesis de capital importancia: por un lado, que la modernidad usualmente comprendida en base a las Revoluciones francesa e industrial no era, como tal, la primera vez que hacia su entrada en la historia, sino la segunda, pues resulta que su primera aparición surgió en el contacto que los españoles protagonizaron frente al «Nuevo Mundo», y por otro, que lo anterior implica afirmar que la modernidad no puede comprenderse como una creación exclusivamente europea, es decir, propia y endógena de sus procesos sociales, políticos, económicos y culturales (llámense Renacimiento, reforma y contrarreforma religiosas, etc.), en virtud de que ninguno de estos pudo haberse dado sin la provisión de recursos humanos, trabajo, minerales, plantas, animales americanos. La modernidad surge en términos globales, no locales, y es por ello que, desde su nacimiento, es un fenómeno mundial. Pensar que la Revolución francesa fue un fenómeno que sólo se cocinó en las entrañas de Francia incurre en el serio error de no comprender cómo funciona la modernidad: sólo dando la espalda al significado (sobre todo económico para Francia) de la revolución norteamericana, y de la colonización del resto del mundo para extraer capitales, es que se puede llegar a creer que la Revolución francesa fue un fenómeno privativo de los franceses: como supieron luego poner en evidencia los haitianos, y no de forma cortesana, cantando La marseille frente al ejército francés antes de luchar por su independencia, lo que ocurre en el centro del sistema-mundo le compete a todo el sistema-mundo.
La «transmodernidad», por su parte, es la promesa incumplida de la modernidad, es decir, la universalización de la libertad, de la igualdad, del cuidado y del respeto. Promesa rápidamente traicionada por «la modernidad» capitalista, eurocéntrica, racista y machista que comenzó a instituirse desde el siglo XVII en adelante. Dussel no descansaría en su defensa de la superación la modernidad, de aquello de lo cual los americanos formamos parte, y conforme a ello asistiría muy activamente a aquellos vientos de cambio que recorrieron el Cono Sur con los gobiernos de izquierda: cuando en el horizonte comenzaban a aparecer contestatarios del orden neoliberal implantado en diversos lares del continente desde finales de 1980, cuando comenzaban a asomarse los Néstor Kirchner, los Inácio «Lula» da Silva, los Evo Morales, y algo más tímidos los Tabaré Vázquez, Dussel asistió fervorosamente la premura con la que aquellos partidos políticos, acostumbrados a navegar por los meollos de la sociedad civil, tenían que hacerse cargo del tan sospechado y temido aparato estatal. No era fácil la gestión de dinámicas burocráticas hoy indómitas en favor de la asistencia de aquellos que las dictaduras de los setenta, y luego el sueño neoliberal, habían dejado por el camino. Y precisamente por ello, sus 20 tesis de política, de 2006, vinieron a confirmar su optimismo, tesón sistémico y filosófico, en favor del rescate de la promesa transmoderna, en este caso concentrada en el aparato estatal. Se trataba, desde su perspectiva, de resistir la «fetichización del poder» para poner la política al servicio de la gente; se trataba de asumir el gobierno de aquella maquinaria administrativa para «mandar obedeciendo», al decir del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Sin duda alguna, Dussel fue uno de los primeros filósofos latinoamericanos que pudo darse cuenta de que las reivindicaciones del pueblo tenían que nacer de la sociedad civil, pero no morir en ella, sino trascenderla hasta alcanzar el gobierno del Estado: en el primer ámbito se trataba de estimular el conflicto, las disonancias, y de organizar sus articulaciones públicamente; en el segundo ámbito, como curiosa contestación hegeliana, se trataba de absorber aquellas disonancias para asegurar la convivencia y asistencia de todos sus participantes. Se repelen, en verdad, pero también se necesitan. Y es que nuestro sentido común, el racista, homófobo, xenófobo, y machista, apenas se modifica desde las instancias hoy escasamente disciplinarias del Estado, sino que se interviene desde el calor de la sociedad civil, desde sus organizaciones, articulaciones, fricciones y reivindicaciones. Las transformaciones estructurales, y en especial económicas, sin embargo, requieren de la injerencia orquestada de nuestras instituciones públicas más importantes: de aquellas republicanas que Dussel supo criticar y rescatar para nuestros contextos latinoamericanos. Con este planteo el argentino-mexicano había reivindicado la dialéctica de la política para asistir la nobel experiencia de aquellos gobiernos de izquierda que daban inicio a nuestro siglo.
Con Enrique Dussel parece fallecer una época en la historia de la filosofía, y en especial, latinoamericana: una en la que el filósofo era concebido como el intelectual llamado a reivindicar un modo de pensar propio, latinoamericano, privado y posibilitado por nuestras circunstancias, por nuestro espacio, por nuestro tiempo, por nuestros olores y colores; una filosofía que no podía dejar de conectar con el pueblo, con su dolor, con su miseria, y con ello reflejar la miseria en la que cae el pensamiento cada vez que no logra establecer aquella conexión; una que no podía darse el lujo de ignorar las historias contadas y no contadas de la gente, de sus gritos y sus silencios; una filosofía que no entraba por la ventana de la historia, sino que reivindicaba su papel protagónico dentro de ella, generadora, propiamente, a la vez que demandante, de la materialización de la auténtica promesa de la modernidad. Esta filosofía sembró el clima bajo el cual no menos de dos generaciones conformaron sus mentalidades, sus situaciones en el mundo, sus personalidades intelectuales dentro de la historia y de la sociedad. De manera que ya no hay forma en la que el legado de Enrique Dussel, quien fue uno de los filósofos de mayor trayectoria que ha testimoniado nuestro continente, pueda siquiera erosionarse con el paso del tiempo.
(1) Martín Fleitas González es docente e investigador del Depto. de Filosofía de la Práctica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar), a cargo del curso «Filosofía latinoamericana y uruguaya».]
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